miércoles, 10 de julio de 2024

RAIMUNDO PRESIDENTE [FICCIÓN POLÍTICA]

En la mañana le colocaron a Raimundo una rubicunda mazorca de maíz, tan bella como el sol. Pensó que no debería comérsela para no destruir su arte, tan sublime. De inmediato, un tazón de leche, aunque en varias ocasiones le había repetido a su ama que, por su edad, no poseía enzimas para digerir la lactosa. De hecho, en presumidos asaltos conversatorios, le recordaba que la ciencia había proclamado desde hace tiempo que los humanos dejan de generar la lactasa entre los quince y veinte años.
La aparición repentina de su ama lo sacó del quicio veleidoso de sus pensamientos.
─¡Come, Raimundo, que hoy tenemos campaña en Coro! ─oyó la orden de la voz cantarina, aunque de filo metálico─. ¡Debes estar fuerte! El lugar donde iremos es caluroso y nos toca lidiar con el sol.
Raimundo odiaba eso, que le dieran órdenes, a él precisamente, a un pájaro que había hecho de embajador en el mundo. ¿Cómo había llegado a aquello ─no cansaba de cuestionarse─, al espacio limitado de una jaula, de una cárcel, aunque ─claro estaba─ hecha con carísimos barrotes de oro? ¿En donde había dejado su cabeza, mereciendo tener ahora, como en efecto era el hecho, patas, pico y plumas? ¿Lo valía la mazorca de oro, el tarro de leche, la fastuosa mansión donde los retenían y las deliciosas galletas Kirkland Walkers traídas de Escocia que la ama y su familia consumían por las noches? ¡No, no y no!
Raimundo se puso a mirar la cabellera castaña de su ama, hermosa de cuido ella,  breve como una capucha de monje hasta los hombros. Estaba molesto. Pero la fantasía de sus pensamientos nuevamente lo alivió imaginando que introducía su pico poderoso entre aquellas hebras y las trasquilaba con pasión.
Además, odiaba Coro. No toleraba gran cosa el calor, a pesar de haber vivido un par de años en África como vocero de la tierra bolivariana. ¡No, que va, con los años su piel se había hecho voluptuosa, descansada, como correspondía a una persona de edad! En su refinado concepto, Falcón era una tierra de pelambres, obscenos burros callejeros e insaciables chivos. Por ejemplo, conseguir un quiosco para comprar una empanada (¡que tanto le gustaba!), era un enorme suplicio.
La voz hurgaba papeles y panfletos entre unos estantes inmensos de la sala:
─Pero te colocaremos un pintoresco techo de paja sobre la jaula para armonizar con el lugar rural que visitaremos. ¡Será una maravilla, Raimundo! ¡Estarás divino, y con toda propiedad serás llamado el elegido del pueblo! ¡Presidente, seremos presidentes!
Sobremanera le amargaba la visión de ese cuadro de ir por las calles del país encerrado en una jaula sobre ruedas, dizque por su salud, para que no se tropezase al caminar entre el gentío, como si fuese él el viejito chocho presidente de los Estados Unidos. Su ama lo consentía en tales instantes, primero recordándole que no había que hacer alharaca con el asunto porque el mismo papa se desplazaba en su jaula papa-móvil cuando salía de gira por el mundo; y, segundo, regalándole unas deliciosas galletas Barnetts Sweet, superiores a las anteriores por ser fabricadas en los confines orientales del imperio. Había aprendido a presentir el advenimiento de aquella chocolatada en su paladar nomás identificando el mirar ladino de su ama, de ladito, taimado, desde la comisura de sus ojos castaños.
─Bueno, Raimundito bello, yo voy al Country Club un rato ─dijo la voz mientras le acercaba las galletas─. Al mediodía estaré de regreso para irnos al aeropuerto de la familia. Cuídate y date vigor, que lo necesitaremos por el país. Es el compromiso, recuérdalo, el tuyo, el mío, el de la patria… ¡Hasta el final, venceremos! Volaremos de modo discreto para evitar comentarios.
Y, tras el cierre de la puerta, se quedó Raimundo sumido en su silencio y libres pensamientos, como un coroto, esperando. ¿Qué hacer?, se repetía interminablemente, sintiendo la descomunal soledad de aquella fastuosa casa, de aquella desmesurada sala donde reposaba con su jaula. Escapar no podía porque había dado su palabra, además de no poder hacerlo de quererlo: su ama le pasaba seguro a la puerta cuando se retiraba.
Triste y solitario, lo embargó el deseo de volar libre por el mundo, de ser joven nuevamente, de volver hacia aquellos tiempos de urracas de la vida irresponsable. Miró con distancia la hermosa mazorca de oro que atenazaba con una de sus extremidades y, determinado, decidió apreciar su contextura artística, su color soleado, su granulosidad, obra excelsa de la naturaleza, y no probar bocado del desayuno con la esperanza de encontrarse indispuesto a la hora de la partida.

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