Nadie puede aseverar que Estados Unidos no atacará a Venezuela en el presente, noviembre de 2025. Nadie puede bajar la guardia ni creerse fuera de la mira imperial por el hecho de que la tormenta Melissa los obligó a moverse un poco de las aguas caribeñas o porque la inteligencia venezolana haya desmontado una operación de falsa bandera contra los buques gringos en Trinidad y Tobago.
Tampoco hay que forjarse ninguna fantasía porque, de pronto, al errático presidente gringo se le antojó ahora atacar a Nigeria con el pretexto de proteger a los cristianos para ir por el oro, el petróleo y el uranio de ese país. Mucho menos hay que estar argumentando que Trump cambió de opinión respecto a Venezuela porque habló con el presidente chino en su reciente gira por Asia o porque arribó a Venezuela un avión ruso cargado de mercenarios Wagner y armamento antiaéreo.
Hacerlo significa perder la perspectiva sobre la Venezuela puramente rica a la merced del buitre imperial, necesitado de sus riquezas para pagar su descomunal deuda pública, la más grande del mundo: treinta y cinco mil ochocientos treinta y siete millones ochocientos cincuenta y ocho mil millones de dólares (35.837.858.000.000). No se puede perder de vista el hecho de que los Estados Unidos son un país quebrado desde el punto de vista democrático, con su riqueza concentrada en poquísimas manos, por un lado, y amplios márgenes de pobreza y desatención social, por el otro.
Creer que se ignorarán las enormes riquezas de Venezuela, tan cerca de su costa, es tonto. La lucha por el poder geopolítico en el mundo lo exige. Ni China ni Rusia ofrecen tregua. El país del norte siente que puede pisotear su área de influencia, como si fuera un patio trasero. Y Venezuela está bajo ese compás Monroe.
El país bolivariano debe permanecer desde hoy y para siempre armado y erguido. Los gringos han mejorado su presencia en el Caribe con el portaaviones USS Gerald Ford. Este es el único elemento que faltaba para el ataque.