domingo, 24 de junio de 2012

Golpes de amor

A Paraguay con amor, a secas.

I.

Garrote en Paraguay Para saber de golpes no hay que ser muy docto que digamos.  Nomás basta estar en el sitio donde los reparten y acusar su impacto. Se obtiene así un conocimiento de primera mano que se trasciende a sí mismo y se convierte, filosóficamente hablando, en sabiduría. 

Y nadie te dirá qué es ni cómo es porque lo habrás aprendido en la escuela de las trompadas, asistiendo al salón de clases de tu propia humanidad.

Clásica situación filosófica lo anterior para enseñar la distinción entre conocimiento y sabiduría.  Quien recibe los coñazos es el sabio y quien no, que los conoce sólo a través de lecturas e imágenes, sólo tiene el conocimiento.  O de este modo:  sabe qué es un limón quien lo ha probado, llamándose conocimiento a todo lo demás que pueda decirse sobre el cítrico sin mordisquearlo.

II.

Un golpe es un golpe, sea boxístico o de Estado.  Ambos, por más que se sujeten a convenciones, a la aceptabilidad y tolerancia, quebrantan el ideal de convivencia y sociabilidad humano.  Si te lo da un vecino, supone una carga de violencia, indistintamente de su motivación; si lo da un boxeador a otro, supone la animalidad normada hasta niveles de aceptación y entretenimiento; y si se da en un país, lo da la puja de un interés contra el otro, fundamentalmente por razones económicas según Marx lo desenmarañó en sus doctos misterios para el pueblo franco.

No existen golpes de paz ni de violencia constitucionalizada.  El golpe en cualquiera de sus expresiones parece siempre orientarse hacia patios de retrocesos en el plano evolutivo humano, definiendo “evolutivo” a lo que apunte al humano como una especie sobreviviente, fortalecida y saludable.  Esa especie humana, con su ideario, ha convenido en que el amor es lo más saludable y deparador de supervivencia que existe; y con su razonamiento lleva a entender como un contrasentido, por ejemplo, la expresión  “golpes de amor”, de difícil digestión fuera de lo poético y de la lúdica semántica.  Por su naturaleza demoledora y carácter antisocial, ha de asumirse el golpe como contrario a la paz, la convivencia, la institucionalización, el amor...

III.

Precisamente en el marco del amor es donde más se reparten golpes, pero debe saberse que ni el golpe en sí ni su motivación es amor.  Cuando pequeño mi madre me asestó un memorable golpe cuyo recuerdo encarna en una cicatriz:  ya se sabe, su argumentación fue el amor de crianza que la obligaba para conmigo con el propósito de ejemplarizarme y evitar indebidos pasos a futuro; pero el envés podría ser que ella perdía los estribos y se esmeraba en desahogar un violento instinto.  Comento este detalle personal para no convertir el discurso en una suerte de crítica por criticar o habladuría de la paja del mundo sin tocar particularidades.

De juvenil asistí también a escenas o noticias donde el dador de amor o enamorado mataba o apuñalaba al objeto de sus bellas emociones.  ¿Quién no las lee?  A diario los periódicos se visten de sangre para informárnoslo.  Y como sea que hasta este punto parezca que se emborrona el cariz satánico del golpe y el benefactor del amor por hablar de ellos de modo revuelto, lo cierto es que, volviendo al elementarismo, golpe jamás podrá ser sinónimo de amor, por más que esté último proclame que los propina.

IV.

Un golpe de Estado es... un golpe, como llevamos dicho.  Implica una ruptura, fractura, retroceso, amenaza soterrada o violencia declarada.  De una facción contra otra, de un bando contra otro, de un interés contra otro, de un poder contra otro, de un sector de un pueblo contra otro...  Pero a diferencia de los enamorados, donde el amor figura un campo de batalla sin reglas, en la política la cosa se soporta en convenciones, en contratos sociales.  Aquí “democracia”, “ley, “pueblo”, “progreso”, etc., son entramados de una histórica convención sociopolítica.

No se dan golpes de Estado contra quien no encarna ni ejerce la convencionalidad; simplemente tales se defenestran.  En política los golpes aplican contra quien tiene de su parte la acordada regla del juego del apoyo popular.  “Tumbar” a un presidente quiebra una regla; hacerlo contra un dictador la repone.   Mal va la cosa cuando un presidente es defenestrado como se merece un dictador y éste es instituido en un cargo como le conviene a un presidente, prescindiendo de lo que debe regir en los dos procedimientos:  el apoyo del pueblo.

 

“el pedo de este mundo siempre será un rollo de clases, de pobres y ricos, de riqueza monopolizada y miseria generalizada, de minorías poderosas golpeando ‘amorosamente’ a grandes masas debilitadas”

 

Y así se pueden obtener situaciones de ex presidentes llamados dictadores y dictadores “presidentes”.

No hay ni amor ni constitucionalidad en tales operaciones cuando se prescinde de la tal convención final, esto es, el apoyo de la gente, por más que escrito se presuma en el documento constitucional, por más que se quiera recordar que “democracia”, griega, se refería a a cierta clase de ciudadanos y no a la chusma, como despectivamente algunos doctos llaman al pueblo. Ha de decirse que hablamos de democracia moderna y contemporánea, cuando pueblo apunta a participación.

Una carta constitucional que prevea la salida de un jefe de Estado sin el aval popular (el amor en este caso) va contra la naturaleza de lo humano y es letra escrita contra su propia destrucción.  Es inconstitucional por contrasentido y vicio.  La consulta nacional de pueblo siempre tendría que ser el camino.

V.

Cuando Marx asentó que el don dinero (el poder económico, pues) era la fuerza que motivaba las transformaciones en este mundo, de mismo modo que Freud proclamaba el sexo, Adler el poder y Jung los prototipos, la gente ya sabía esa pendejada por vivirla en espacio propio.  De hecho, sobre el campo de su humanidad fue que los sabios ensayaron sus conclusiones.   No tenía que ser docta para comprenderlo.  Bastaba con que dijera “No sé por qué la maté”, por ejemplo, para que diera el mejor indicio de comprensión de motivaciones tan insondables.

Porque con explicación o sin ellas, siendo docto o no, los misterios de esta humana existencia han permanecido en el mismo sitio.  ¿Por qué, de dónde, cuándo, cómo y para qué?

VI.

Y el pueblo, esa reglamentación del juego político, sencillez pegada a tierra y alejada de las celestes proyecciones de los muy doctos, por antonomasia es el mayor sabedor de golpes, políticos, de Estado.  Como el agua que se mueve de un extremo a otro donde los polos devuelven la corriente, es protagonista de sí mismo, causal y receptor de los dichos golpes... o amores, como quiera que lo pinten los especialistas.

Coloca el pueblo en el sitial a su benefactor o verdugo para que lo dirija, y tendría que ser el mismo quien lo cese, con acciones, vía constituciones o acciones constitucionalizadas, como ha de mandar el espíritu legislador que apunte a lo saludable o perpetuador de la especie animal y social (respeto al criterio de las mayorías).  El trabajo del docto siempre será horadar dicha afirmación con el propósito de la confusión y la institución de falsas realidades, elevadas, sí, como es cosa de su estilo, pero en consecuencia alejadas de lo terráqueo del pueblo llano.

La misión histórica del docto político siempre ha sido y será doctrinar el engaño.  Casos hay en que los doctos, que son una ínfima minoría, se superponen a la gran mayoría popular y la obligan al adefesio.  Ya dijimos eso de las constituciones que van contra sí mismas... Y ahora decimos que los bichos doctos, cuando no son herramientas del poder estatuido, son el poder mismo, para que no vayan quedando posibilidades de concesiones bondadosas.

VII.

Y así puede el docto pintarte que existen ayudas humanitarias que te matan, protecciones que te bombardean o constituciones políticas basadas en democracias sin demos, o dictadores presidentes, para aterrizarnos un poco en un país que vive en flagrancia el tema de este escrito.  Para ello utiliza tu temor, que genera confusión, y el poder que tú le has delegado, que genera la fantasía necesaria del sometimiento.

Pero, en fin, podrá pintar mil cosas para soslayare un golpe de Estado, con discursos y flores científicas (todo docto es un sofisma que emborrona y confunde a tenor de hablar de temas inmarcesibles), pero sin poder jamás soterrar la compresión elemental de un pueblo llano, el pueblo dicho, esa agua que se mueve para allá y para acá según los vaivenes, ese campo carnal de vivencia profundas:  que el pedo de este mundo siempre será un rollo de clases, de pobres y ricos, de riqueza monopolizada y miseria generalizada, de minorías poderosas golpeando “amorosamente” a grandes masas debilitadas, de una clase política pastoreando a populares rediles de ovejas.

Toda una paradoja.

  

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