miércoles, 22 de julio de 2015

EL TREN DE LOS CAMBIOS QUE DEBE CONTINUAR (7)


Ya robustecido, con el dedo del alma debidamente emparedado, vuelvo a la calle al día siguiente, miércoles (http://zoopolitico.blogspot.com/2015/07/despues-de-la-tempestad-6.html).  ¡Que toda la sampablera que había vivido ocurrió el día martes, día de la semana en que abre el mercado de Quinta Crespo, dos días después de las elecciones primarias del domingo!
Bajé en el ascensor de mi edificio no sin cierto escozor contra la luz del nuevo día, en medio de uno de esos momentos de molesto desaliento que a uno le embarga durante la lucha.  "Pero ¿por qué gente en el país con tan poco sentido de patria?", pensé, mientras a través del pasillo de la planta baja enfilé mis pasos hacia la reja exterior y el quiosco del "amigo" David, que está frente a la entrada del edifico.  "Porque, veamos, ¿qué es aquello que hacemos que tiene a tanta gente en el mundo y en el país contrariada?  Predicar algo de justicia, corrigiendo pasados; igualdad, retribución para las ingentes masas de explotadas durante la IV República; control del libre mercado, más presencia del Estado en el desarrollo económico y político, metiendo en cintura a los leoninos de siempre que sacan la tripa al venezolano; dictar leyes para proteger a los desvalidos históricos, la mujer, el niño, los ancianos.  Equidad.  ¡Ah, pero esa vaina arrecha y descubre la hipocresía de todo el mundo!  ¿No se llenan la lengua un montón de escualidones cuando habla, invocando derechos humanos, ideales, justicia, progreso, prosperidad?…  ¡Puf, qué basura!  ¿A qué se refieren?  Supongo que a la vara personal y monetaria de medición.  No es raro en ellos considerar que hay violación del derecho humano en una política que favorece a una mayoría de "pelagatos" y mete el ojo en el ojal de su bolsillo.  Como si dijeran, remedando a su vulgar estilo al Cristo con los fariseos:  'Métete con el santo, pero no con la limosna."
Al salir encuentro que el quiosquero no había abierto, cosa rara en tantos años, lo más seguro por el impacto del capítulo del día anterior.  El árabe de la zapatería apedreada, donde milagrosamente me cobijé, conversó un rato conmigo y me dijo que los chavistas y él mismo habían agarrado a unos escuálidos Baralt arriba mientras huían y los comprometieron a pagarles las vitrinas.  Algunos se pusieron a llorar y otros invocaron los derechos humanos.  Uno amenazó ridículamente a la policía que se había presentado en la persecución con demandarla porque violaba su debido proceso, y, después de entregar su palo y cabilla, mencionó pertenecer a una red de monitoreo de los derechos humanos avalada por la OEA y PROVEA, esta última en Venezuela.  Terminó gritando, mientras lo metían en la furgoneta policial, profiriendo que iría a la Corte Interamericana de los Derechos Humanos.
El árabe rió un rato conmigo, exclamando "─El imperio y la televisión los tienen locos",  mientras terminaba de darme los detalles de lo que yo me había perdido al enconcharme en mi casa.  Le pregunté por el quiosquero y me dijo "─Ese es un gallina que vuela de miedo"; de la señora Nancy, la vieja cacatúa, cuyas bolsas él tomó con los melones rotos y nuevos, además de unos huevos, dijo que, si no se aparecería, se prepararía un manjar.  Le dije que yo había pagado BsF. 700 por las reparaciones de esa compra y me respondió que no era su problema, que las bolsas le pertenecían por reparaciones a su local si la dueña no aparecía.  Al fin no supo decirme qué pasó con ella.  Sólo me aclaró que al parecer el gritón, el que se presentó como abogado cuando me abordó el día anterior, era un pariente del malogrado Dr. Pancho y me recomendó que me cuidara de sus locuras y de su guardaespaldas, el corpulento de la pelea.
Bien mirado el asunto, me dije que había salido barato de aquella especie de justa política, aparentemente armada para generar consecuencias más allá del simple desahogo de un montoncito de escuálidos bravos por unas elecciones que no siquiera eran suyas.
─Paisano ─me dijo el árabe, sirio para más detalles, afecto al gobierno de Venezuela por su posición a favor de Bashar al-Asad contra EE.UU.─, ¿por qué usted no se dedica a estar tranquilo en su casa en vez de andar por allí alborotando a tanta gente?  Hay mujer, hijos, televisión en casa, real para salir a comer o pasear… ¿Para qué tanto lío?
─¿Cómo es eso, Mustafá? ─le pregunté no creyendo que el árabe pudiera creer que yo andaba por el mundo buscando discordias cuando frente a sus propios ojos había sido víctima del ataque de una sarta de opositores.
─Me refiero a que otros pueden hacer el trabajo de la lucha, hombre.  Hay que ser inteligente.  ¿Por qué no dormir y comer en casa fino con mujer?  ─me dijo con su español aporreado, señalando mi dedo también aporreado para soportar su discurso─.  Mira que nosotros apoyamos gobierno, pero no completo porque no pega socialismo con nuestra sangre.  Lo de uno es vender por montón, a manos llenas, sin dedos rotos, si es posible sin control, y todos felices.
Terminé de reírme un rato con el árabe, celebrando sus loqueras, aunque verdades de fondo para él.  Bajé de una vez hacia el mercado y zona de mis reuniones políticas, pensando entre jocoso y severo que, de ser cierta la palabra del árabe, mucho camarada tendría que andar incómodo en el gobierno con semejante disyuntiva genético-ideológica, especialmente unos cuantos llamados Tarek que, si es cierto que los nombro en una generalización, no por ello dejan de ser de ascendencia árabe y pueden presentarse de pronto sustraídos de las predeterminaciones genéticas, histórico-culturales y biológicas.
"─Es sólo una ocurrencia ─me dije mientras miraba pasar debajo de mis pies el cemento de las aceras─.  El humano es un ser principalmente de ideas".

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Oscar J. Camero / Sígueme en @animalpolis / Más: Perfil Google

lunes, 20 de julio de 2015

DESPUÉS DE LA TEMPESTAD… (6)


Después de ese capítulo electoral (http://zoopolitico.blogspot.com/2015/07/un-tipico-dia-de-furia-opositora.html), donde un escuaca parroquiano mío quedó paralítico y perdí a una amiga, además de ganarme la ojeriza de un montón de gente vendepatria (¡Dios, ni que yo fuera Chávez!), aterricé en mi casa entre las manos dulces de mi esposa, quien se puso a curarme un dedo machacado por la furia opositora.
─Ahora sí:  ¡ni que yo fuera Chávez!  ¿Es culpa mía que ellos no puedan convocar ni a cuatro moscas y reverdezcan de la envidia cuando miran al chavista organizado? ─le dije, preocupado por su preocupación por mí.  A ella nunca le ha gustado ser figura pública, ser política, ni siquiera de modo indirecto, es decir, a través de mí, que me la paso en el ajetreo.  No le gusta que me exponga, como lo hago con mi militancia.  Tímida, gusta de quedarse en casa y escudriñar el acontecer nacional vía prensa, INTERNET, radio y televisión.  A su manera anónima es un soldado férreo de la revolución, chavista indoblegada, militante del porvenir, borrón y cuenta nueva con el pasado.
─¿Entonces? ─me preguntó─.  ¿Nos traerás la contrarrevolución a la casa, de tanto que la combatimos?  ¡Poco faltó para que esos subieran hasta el apartamento!  ¡Aquí estamos tu familia!  Tal vez otros, con seguridad, guardaespaldas y otros pertrechos, puedan darse el lujo de afrontar directamente; pero tú eres un ciudadano a secas, sin más protección que la tela de tu camisa cuando sales a la calle, no digamos nada si su color es rojo…
Estaba molesta, nerviosa, y la ofuscación no le permitía enfocar razonablemente.  Cosa lógica.  ¡Mil veces hemos estado claros en que el cambio empieza desde lo pequeño y basal, el punto más importante para ejercer hasta la utopía con valentía y sinceridad!  Pero no era ocasión para cuestionar sus palabras dictadas por los sentimientos y miedos:  mi hogar es un enjambre de mujeres, en la psique de todos vulnerabilidad y apetencia para la agresión del mundo.  Tal era yo con mi familia.  Los escuálidos me acorralaron abajo, al pie del edificio, y casi me dan una tunda de no ser por el camarada Héctor y algunos otros vecinos.  Y por la más increíble causa:  unas simples elecciones donde ellos no tuvieron que ver un carajo, pero cuyo efecto político de participación y militancia no lo pudieron digerir.  Yo mismo, aparte del dedo machacado, andaba con la mollera vuelta trizas.
─Bueno, mi amor, algo tenemos que ellos no por ningún lado:  estamos juntos, somos solidarios.  No estoy tan a la intemperie en la calle a la final.  Ya ves que vino el pelotón y los puso de carrera por esa avenida.  ¡Son gente cobarde que nunca enfrentan a un igual!  Lo de ellos es diez contra uno y apalear.  ¡Hienas, pues!
Ella se quedó tranquila, y hasta me pareció vislumbrarle una sonrisa de pena ajena escuaca.  Y pasó a contarme la consabida anécdota de los burgueses de su lugar de origen, Montalbán, que siempre salían en patotas de a diez, con armas de fuego y blanca, a corretear a un pata-en-el-suelo de La Vega, ¡uno sólo!, gente que al parecer no tenía derecho a caminar por los exclusivos callejones de su parroquia, sus panaderías  o comercios.  Venezuela es libre e inclusiva.  Me contaba cómo con gran frecuencia agarraban a un pobre sencillo de aquellos y lo dejaban tirado en el suelo, corriendo luego a refugiarse debajo del ala del papa militar o juez; sabían que alguno de aquellos sobrevivientes podían luego volver con los otros nueve restantes para formar la igualdad numérica y eso para ellos, para los burgueses, era ventajismo.  Con frecuencia ocurría que otros volvían solos por su venganza, armados, dispuestos a matar, hampa de cuello pobre contra la otra blanca no menos abominable.
Terminó de sellar mi dedo y nos pusimos a mirar TV junto a dos de nuestras hijas, recapitulando que no estábamos en ningún lugar burgués, sino en el centro de Caracas, El Silencio, zona residencial, popular y comercial, y que aquellos penosos escuacas armados con cabillas eran un grupúsculo de gente como el Dr. Pancho que vivía un edificio más arriba, clase media pero con ínfulas de alta, sideral, casi que magnates procedentes de otra galaxia por el hecho elemental de haber ido a la universidad, tener un comercio por allí y creerse mejor gente que otra cuya supervivencia no le permitió ir a las aulas, gente del pasado, de esa que se le pone a caminar el engranaje esclavón y dueñesco de explotación del hombre por el hombre.
─Como los que se van a morir, patalean con gran empeño un poco antes.  ¡Alegría de tísico!  ─exclamó, y aunque la frase es un lugar común, en ella, que es médico, no deja de poseer una resonancia de mayor lapidación. Remató con música para mis oídos─:  ¡No volverán!  ¡Está dicho!
Y olvidada de su miedo e indignación, hicimos algo peor para la fortuna de una gente que se la comen los tiempos:  nos olvidamos de ella y pasamos un día magnífico.  ¿No dicen los filósofos por ahí que algo desaparece definitivamente cuando ya más nadie en el mundo lo recuerda o le dedica aunque sea el más pequeño pensamiento?

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Oscar J. Camero / Sígueme en @animalpolis / Más: Perfil Google

sábado, 11 de julio de 2015

DEPRESIÓN POST VOTO: UN TÍPICO DÍA DE FURIA OPOSITORA (5/5)


─Ahí está ─dijo la mujer del médico cuando me tuvo a tiro, encaminándose hasta mí para darme la recepción planificada, junto a un individuo de saco y corbata. [Viene de http://zoopolitico.blogspot.com/2015/07/un-cafe-antes-de-la-tormenta.html].
─¿Cómo está, señora, en que puedo servirle? ─le pregunté con una calma realmente inútil a juzgar por la facciones iracundas de su cara.
─Soy la esposa del Dr. Pancho…
─Sí, la conozco ─la interrumpí para ayudarla a abreviar protocolos.  Sus mejillas temblaban y yo no podía dejar de pensar en la parálisis facial del Dr. Pancho─.  Usted es Katherine… ¿Cómo sigue mi amigo el Dr. Pancho?...  Me refiero al percance de esta…
 ─¡Amigo!... ─exclamó desorbitándole los ojos al hombre que la acompañaba, difícilmente controlada─.  ¡Es el colmo que usted diga eso!
─¡Tranquila, señora Perfetti, déjeme a mí! ─terció el de saco y corbata.
Intenté continuar mi paso, levemente, reajustándome las bosas en mis manos; pero la señora de Perfetti se me encimó y llegó a apretarme con avidez uno de mis antebrazos.  A su movimiento de cortarme el paso, otros varias personas más atrás, que conformaban la compañía, hicieron lo mismo, incluyendo a la vieja cacatúa, cuya presencia no terminaba por explicarme, y un tipo en especial de gran corpulencia.
─¿Qué es esto? ─le pregunté al de corbata, quien parecía abogado─.  ¿Un secuestro? ─y coloqué las bolsas sobre la acera, levantando las manos.
─¡Tranquila, señora Katherine, suéltelo!
─¿Qué "suéltelo" ni que nada? ─empezó a mugir─.  Tú eres el culpable, maldito chavista, de lo que le pasó a mi marido y vas a pagar…
Y en el acto se me hicieron patente mis anteriores temores de aquelarre:  aquella gente enferma, enferma de política y oposicionismo hasta la médula, estaba allí por su chivo expiatorio para cobrar venganza, pero no tanto por el percance de salud del Dr. Pancho ─de quien estoy seguro nada les importaba─ como por cómo le iban las cosas con su dirigencia nacional, sus políticos y políticas, una sarta de inmorales, sin brillo propio, presos, sin ideas nativas sino foráneas, rebatida hasta por el Consejo Nacional Electoral al mandarlos a reformular candidaturas para las elecciones a la Asamblea Nacional por el hecho de menoscabar la participación de la mujer.  Salieron a la calle y miraron las primarias del PSUV, nutridas y disciplinadas, con ideario, y enfermaron de pura merma; y enfurecidos siguen saliendo en busca de su generación extinta y lo que consiguen son montones de gente calladita a quienes odian porque suponen que en su interior esconden a un chavista.  Y ahora montan un teatro por una razón cualquiera para quizás darle una tunda a un pobre chivo expiatorio, para el caso yo.
─Mis excusas, señor Iván ─dijo la corbata─.  Puede pasar.  Es usted completamente libre.  Soy Carlos Hoffman, el asesor legal de la familia Perfetti y nuestra presencia acá es sólo para prevenirle que iniciaremos acciones contra usted por hostigamiento en la persona del Dr. Pancho Perfetti, hecho que derivó en lo que usted y yo sabemos, un problema de salud, estrés, parálisis.  El señor aquí presente, David, ─señaló al quiosquero, quien junto a otros miraban expectante─, nos ha rendido una declaración y fue testigo presencial de los hechos.   Sírvase…
Busqué con los ojos al quiosquero, pero bajó la cara.  Hablando siempre con mi esposa, mi contertulia política, comentábamos casos parecidos al del quiosquero, gente simple de pueblo que, temerosa de su poca fortuna y de las que la tienen en mayor cuantía, se acomodaban al mejor postor.  Solíamos concluir que ello ocurría no sólo por ignorancia, por disposición genética y anímica de las personas (Aristóteles decía que hombres hay que nacen esclavos y otros amos), sino también por falta de cobertura revolucionaria, ideológica específicamente:  que al ser el hombre un ser de ideas, era susceptible de mutar a cualquier nivel para el logro de conciencia, y que era reto casi utópico la tarea de trocar el componente egoísta del capitalismo, tan atractivo para las masas, por la actitud altruista del socialismo, tan paulatina y hosca a la conciencia humana.  De todos modos no era para menos:  al echar un vistazo el quiosquero hacía el fondo del escenario principal habrá visto lo que yo:  unas veinte personas fragante e impecablemente vestidas (como se supone visten los escuacas), parientes y amigos del Dr. Pancho, todas con el rostro endurecido, como también se corresponde con el perfil amargado de los escuálidos; un tipo con indumentaria civil, pero de aspecto policial; un abogado y su asistente; las dos ahora viejas cacatúas y el corpachón como de dos metros de altura que parecía tener por misión sellar la puerta de acceso a mi edificio.
─¿Qué puede haberle dicho sino la verdad? ─le pregunté al abogado después de mirar al quiosquero─.  Una discusión política la tiene cualquiera con cualquier otro y a cualquier hora.  Nadie tocó al Dr. Pancho:  el mismo se emocionó tanto con sus razones que solito se infartó.
─¡Mentira, mentira, maldito chavista! ─soltó la señora de Perfetti desde atrás del abogado─.  Tú lo empujaste.
─¿O me va acusar usted de las discusiones y emociones política que a cada rato vive la ciudad? ─continué con el abogado sin hacer oído de las sandeces de la doña─.  ¿O debo interpretar ─le dije de una vez, molesto con situación tan ridícula─ que todo esto viene al caso como la expresión frustrada de una cuerda de escuálidos derrotados?  ¿Tengo yo culpa acaso de que el pueblo mayoritario haya elegido un cambio en el país con el comandante Hugo Chávez, y que esa vaina les duela?
─Hablemos con respeto, señor Iván… ─me dijo la corbata, el saco y el abogado juntos.
─¡Respeto nada, chico─ exclamé─.  ¿Quién ha sido acá primero llamado "maldito chavista" en su presencia, ya que es usted quien habla de respeto?  ¡Respeto exijo yo! ─mientras saqué mi teléfono, marqué un número inteligente y en breve dije, con notable intención, "─Es Iván.  En el mercado no hay carne, sino zamuros frente a mi casa.  La suerte de mi día".
─Mire ─se acercó al abogado por fin Nancy, la cacatúa, que había permanecido mirando la novela─, ¿puedo aportar algo?  Este señor es un ladrón, trató de robarme en el mercado, ahoraa mismo, mírele las bolsas, de donde ambos recién llegamos…
─Disculpe, señora ─dijo el abogado─, ¿quién es usted?  Esto es una causa entre la familia Perfetti y el señor Iván?
─No, nadie en especial ─dijo─.  Sólo una transeúnte que fue agraviada por esta plaga que le cayó a Venezuela y, como veo a otra buena gente en la misma situación que yo, hago de solidaria.
Volví ajustarme las bolsas del suelo indicándole con el gesto a todos de que ya había tenido bastante con la estupidez, pero la señora de Perfetti, cacatúa dos de esta historia, se interpuso con cuerpo y palabra:
─¿Para dónde va?  Oiga bien:  mi esposo tiene un hematoma, producto de un golpe, y esto es asunto con implicación penal.
─¿Y yo qué tengo que ver con eso?  No toco al Dr. Pancho ni cuando lo saludo y, si tiene hematomas, los tendrá quién sabe por qué.
─Vea, señor Iván ─me dice el abogado─.  El testimonio del señor David no niega la posibilidad de que usted lo haya golpeado, sin duda un hecho a considerar sobre el hecho mayor del hostigamiento.
─¡Ajá! ─digo yo, buscando con la vista al quiosquero, quien azorado por la presión dijo en voz alta que si alguien o yo había golpeado al Dr. Pancho habrá sido cuando él no vio, porque no le constaba nada.  Cuando lo oí me convencí del remate de locura de aquella gente, peligrosa por consiguiente, gente que miraba posibilidades como hechos consumados.  Y como dije, estaban allí sin duda para drenar el pus político de una herida histórica en sus carnes y alma, sin nada que los relacione con lo que contaban sus argumentos.  Me vino a las mientes otra vez mi esposa, siempre con sus consejos conservadores, de precaución ante la locura fascista, la misma que forma facciones para atacar en patotas y cobardemente, como hienas, a un hombre armado con su razón nomás.
─Señor Carlos, o como se llame, oiga lo que le diré ─le dije, sintiendo detrás de mis espaldas el apoyo de unos cinco o seis vecinos que me habían visto en el trance, deteniéndose─.  Vivo en un país libre y soberano, y yo mismo soy ése también, libre y soberano.  Usted y su gente me obstaculizan el paso.  Si tiene algo penal en mi contra, relacionado con el Dr. Pancho como dice, llámeme por el canal que debe, y por los momentos se me va apartado del camino porque proseguiré a mi casa.  Para serle franco, yo no veo nada sólido de lo que usted dice aquí, nada de pruebas, puras suposiciones y tonterías; lo que veo, más bien, es una especie de teatro, una partida de gente opositora, llamada "escuálida" con razón por el comandante Chávez, llena de odio, disociada, resentida, con el alma fuera de la patria (¡extranjeros!), brava porque a cada rato les metemos el palo de la democracia con las elecciones y cada vez más ven perdida la esperanza de convertir a Venezuela en el basurero de la inmoralidad del pasado.  Me perdona, yo no pierdo tiempo con los grumos de una nata ya piche…
El corpachón, que se había acercado por detrás del abogado y de la señora Katherine, de improviso salió y me empujó, exclamando "─¡Lo golpeaste, maldito!", haciéndome caer sobre los brazos de mis vecinos.  Estos, dejándome a un lado, se fueron al frente para reclamar el atropello, pero de inmediato tuvieron que recular porque toda aquella masa de gente sacó a relucir no se sabe de dónde (seguro de debajo de las elegantes ropas) palos y cabillas.  El quiosquero empezó a cerrar su comercio y la vieja cacatúa (Nancy) , dejando sus bolsas a un lado, la emprendió a mano limpia contra uno de mis vecinos, gritando "─¡Policía, policía!  ¡Ayuda!"
Como si la confrontación fuese un inevitable hado para aquel mi amargo día post electoral, para cuando me repuse del empellón, ya dos de mis amigos se habían liado con el corpulento; y los otros dos, llevándome a mí, tuvimos que retroceder hasta el interior de una tienda empujados por tan inusitado ataque cavernícola, pues aquella masa al parecer tenía el deseo de algún linchamiento para calmar su sed de injusticia política, ¡política!, que nadie me dirá que es por ninguna causa humanitaria, menos la del paralítico Dr. Pancho.
Cuando la situación cobró visos de asedio contra la fortaleza de la tienda donde nos habíamos apertrechados (una zapatería), adonde se habían venido a refugiar también los que peleaban con el gigantón, habiendo roto ya unas cuantas vidrieras, llegó Héctor con un camión cargado de chavistas, unos veinticinco, aproximadamente, gente militante en la parroquia nuestra, camaradas, solidaria, quienes nos organizamos en el sector no sólo para ir a votar por la causa transformacional de Venezuela, sino también para asistirnos ante cualquier locura desatada escuaca.
─¡Aquí estoy! ─dijo en voz alta, bajando del camión y plantándose en la acera─.  ¿Dónde están los zamuros? ─preguntó a pesar de que los tenía al frente armados con palos y cabillas.
Cuando los revoltosos los vieron, no más parados en la acera, en estado de alerta, listos para lo que fuera, vestidos de rojos como una pesadilla a sus ojos, sin siquiera lanzar un golpe, no quedó uno.  Corrieron Baralt arriba, la vieja cacatúa también, olvidando sus bolsas al lado del quiosco; el abogaducho agarrando las manos de su cliente, la afligida viuda se dirá de la IV República.
─¡Corral de gallinas! ─les gritó el quiosquero, haciendo el mohín de querer confrontarlos y seguirlos, comprendiéndose que ahora era su misión congraciarse con quienes sumaban la mayoría.

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