jueves, 29 de junio de 2017

YONKI

Un día le dieron la tarde libre y, presto, se fue al campo de batalla, autopista Francisco de Fajardo, altura del distribuidor Altamira.  Allí la sangre vibraba por la democracia, contra la tiranía.  Los líderes todos blanquitos, algunos soldados más morenos, negritos los del frente, audaces los más jóvenes y menores de edad, realmente heroicos los indigentes que habían reclutado (el ejército recoge-latas), ahora dignificados por efecto de la lucha noble…  ¡Todos rezumanban libertad!  Al decir de un amigo en el poder rebelde, el ejercito recoge-latas había aceptado ser carne de cañón a cambio de muchos mendrugos de pan, droga y algunas dádivas familiares, como por ejemplo ayuda con sus propios gastos funerarios.  De todos modos ─les dijeron─ igual se están muriendo en las calles consumiendo drogas y descuidando la alimentación.

Le presentaron a "Yonki", un negrito de quince años de La Bombilla, de Petare, a quien ya le habían encomendado tres misiones iniciales, exitosamente superadas.  Ahora lo celebran y cada vez más lo inducían hacia operaciones riesgosas, buscándole una muerte gloriosa.  Pero Yonki parecía tener muchas vidas y siempre regresaba sonriente con sus dientes como perlas.  Primero le encargaron abrir un portón de una tienda para luego saquearla, infiltrándose como empleado caletero; después, robarle el arma de reglamento a un guardia nacional, camuflándose como chavista, para demostrar que los sucios sí violaban la ley portando armas en las manifestaciones; y, finalmente, le habían ordenado asesinar a un compañero en el frente de batalla con un tiro de arma casera y bala de vidrio, llamadas "metras".  Posteriormente Yonki ejecutó montones de hazañas que ya entre los rebeldes pasaron desapercibidas por lo frecuente y por ser parte constitutiva de su paisaje personal.

Yonki portaba un morral, una máscara antigás, un chopo de fabricación casera y un alijo de marihuana y otras sustancias estimulantes.  Era un soldado asalariado, protagonistas casi de los cien días continuos de protestas.  Muchas bolsas de alimentos había llevado a su familia en el barrio, y corría el decir que atesoraba ya unos cuatro millones de bolívares.  Su oficio de escarbar basuras había quedado en el pasado y, en virtud de su habilidad y suerte, difícil era concebir una tarea riesgosa sobre el terreno sin contar con su participación.  Parte también de su suerte consistía en que no se dejaba atrapar:  no obstante estar identificado por los cuerpos de seguridad, nadie sabía de dónde salía y a dónde se metía. Según muchos, el escurridizo mono dormía entre las agua del río Guaire.

Se admiró de su biografía, estrechó su mano y lo acompañó a una misión, susurrándole a cada rato que él también quería ser un héroe, un hombre para los anales del futuro patrio.  Maduro tenía que ser capturado y muerto junto a sus cófrades.  Debían destruir unos cables de comunicaciones que alimentaban a un preescolar al lado de la sede del Tribunal Supremo de Justicia en la avenida Francisco de Miranda, Chacao, lugar al que se dirigirían los manifestantes más tarde.  Se adelantarían ellos, el mono y él, tomarían posiciones, esperarían protegidos por lo inadvertido del plan y, a la señal de los desórdenes callejeros frente al edificio gubernamental, procederían con su trabajo.

A las cinco de la tarde, cuando la refriega y la humareda estaban ya instaladas en la avenida, y cientos de gritos denostaban de los Guardias Nacionales, reporteros corrían por doquier y la bandera de la resistencia (una manito blanca crispada) bajaba y subía siete veces seguidas, estremeciéndose al final, él sacó el arma de su cintura y, en un descuido del Yonki, lo degolló brutalmente.  Después, el corazón brincándole violentamente entre sus costillas, salió del cubículo del cableado y, sin que nadie le prestase atención, se retiró como un transeúnte.

Al llegar a su apartamento y asearse el aborrecido rojo, contó el dinero.  Estaba feliz por escapar de la rutina y ayudar al país a encaminarse hacia la libertad, en paz.  Jamás se imaginó que él, opositor solitario, simple funcionario público al servició del oprobioso régimen, pudiera recibir tan generosa oferta de trabajo en apenas una tarde, ganándose en pocas horas la totalidad de un salario mensual.

miércoles, 28 de junio de 2017

EL CHE GUEVARA EN LA PLAZA ALTAMIRA

Ajeno al efecto moralizante que sobre la mayoría opositora surtiese el capítulo del helicóptero bombardeando al Tribunal Supremo de Justicia, el opositor se sentía deprimido.  Tenía largo rato mirando la punta de sus zapatos negros sentado en un banco de la plaza Francia, de Altamira, pensando, mascullando.  Él no habría fallado, se decía casi en voz alta, sin importarle que los transeúntes imaginasen que pudiera estar loco.  El habría sido capaz de lanzarse él mismo del helicóptero, en medio de un acto kamikaze, si hubiera tenido la certeza de que con su peso mataría a un magistrado.  La causa de la independencia patria justificaba  cualquier sacrificio.  Sí señor.

Un grupo de la resistencia pasó a su lado con sus morrales adheridos a las espaldas, azuzando a quienes podían con frases libertarias y de invitación al combate.  Capuchas, envases, armas caseras maldisimuladas, piedras, constituían el combo de lucha, bien conocido por él.  Levantó la mirada y lo siguió hasta que desapareció por la avenida abajo con destino a la autopista Francisco Fajardo.  Cuatro de la tarde, hora consabida que invitaba a la tranca, el combate, el caos, la guerra.  Hora por el progreso y la vida.  ¡Ah muchachos maravillosos!  ¡Que la gloria los acompañe en sus esfuerzos!  Él podría haberse levantado para ir con ellos y así sacudir su depresión, pero debía preparar unas láminas para una presentación al día siguiente, y eso lo entristecía enormemente, como si fuese un prisionero.

Volvió con la punta de sus zapatos, estirándose de nuevo sobre el banco.  Él no habría fallado, continúo diciéndose, y hubo momentos en que odió a Oscar Pérez, el infausto superpolicía conductor de la aeronave que no fue capaz de acertar ningún tiro.  Lanzó granadas que no explotaron ni mataron a nadie y luego ametralló desde el aire la edificación, sin acertar tampoco, no obstante haber un gentío en el sitio.  ¡Todo un fraude!   ¡Dizque superpolicía!  Él no habría fallado.  Hasta habría saltado gritando como loco desde el helicóptero o, en el mejor de los casos, habría estrellado la nave.  El opositor no comprendía cómo es que idiotas asumían tareas por la independencia de un país para no completarlas debidamente luego.

Lo que más le dolía, y que lo tenía sometido a depresión desmesurada, es que la tal incursión aérea era parte de un magnífico plan de golpe de Estado, arteramente abortado por la inteligencia chavista.  ¡Todo una pérdida de tiempo y de recursos!   ¡Él no habría fallado!  Pero no se metía en tales bochornos por la patria porque necesitaba su trabajo, y su trabajo lo absorbía:  de él sacaba su caja CLAP de alimentos, el crédito para pagar su vehículo Chery u Orinoquia, financiamiento para comprar diversos lujos, además de seguros variados para adquirir cosas, que le encantaban.  Realmente la desilusión se la incubaba semejante situación de vida:  la maldición de trabajar para un gobierno que le daba lo que él apreciaba, pero gobierno que él odiaba furibundamente.  Era su sino, su contradicción depresiva, su sentencia, su destino de esclavo amarrado.

Quería ser un soldado, un guerrillero, un Che Guevara de la derecha, un muchacho de esos traga-polvos de las calles por la libertad de Venezuela, contra la dictadura, a tiempo completo… si la comida y los beneficios laborales le lloviesen gratis del cielo.  ¡Vaya problema!  Se animó un poco.  Levantó la vista hacia la autopista, y se dispuso a cambiar de actitud, para aportar algo y no quejarse tanto.  Se incorporó, empezó a andar, se fue hasta su edificio, encendió uno de sus vehículos de fabricación nacional, se trajo todas las cajas de alimentos con el logo de los CLAP que tenía en su apartamento y se fue hasta la Cota Mil, a orillas del Ávila, para llenarlas de piedras y palos, y luego se las ofreció a los chicos heroicos de la autopista Francisco Fajardo, allá en el distribuidor Altamira, sede del polvo y el grito, para así colaborar con la lucha.  Había que salir de Nicolás Maduro, y para ello en nada ayudaban las pusilanimidades ni las tristezas.  

martes, 27 de junio de 2017

PUPUTOV

Algo no le cuadraba.  Sentía desazón.  Se movía en su apartamento hediondo a gas lacrimógeno como el loco de la jaula, yendo de la cocina a por un trago poderoso hasta el balcón para contemplar la locura lejana.  Su ciudad consumida por las llamas y humeante como un campo de guerra.  Había llegado del trabajo, del ministerio donde lo esclavizaban, y no se podía creer cómo él mismo, con tanto odio contra el gobierno, se había dejado atrapar por la rutina, por la tranquilidad de borrego sumido en detalles banales que sólo le conviene a quien se aferra al poder.  Algo tenía que ocurrir porque, si no, explotaría.

Dos chavistas quemados en el estado Lara, otro por la resistencia en La Castellana, aquí mismo en Caracas; un guardia nacional muerto, atropellado por una patriota que le lanzó el carro encima; un helicóptero heroico bombardeando el Tribunal Supremo de Justicia con granadas…  ¡Y él encerrado como una niña en su apartamento todavía masticando una arepa de harina que trajo la última caja de los Clap que le dieron en la oficina!  ¡Una vergüenza!  Se odió a profundidad durante un rato, acercándose a la baranda de la ventana, dejando perder la mirada entre el aire avinagrado de su ciudad amada.  Caracas…  Sí.  Y él escondido como una cucaracha.  Brazos fornidos relucientes al sol, despidiendo gotas de sudor mientras lanzaban el proyectil bendecido por la patria buena, en procura de la libertad, del exterminio, de la muerte apetecida contra lo tiránico...  Es decir, el país en llamas, millones de seres pujándolo luchando en las calles, ¡y él encerrado!

También en Aragua los héroes habían quemado el SAIME, la CANTV, la Alcaldía gobiernera y, sobremanera, la sede local del PSUV, sumiendo en el caos a la ciudad con los necesarios saqueos.  Algunos motorizados ─mejor si chavistas─ habían perdido el pescuezo con el regreso de las guayas colocadas en la vías.  Pero él, no obstante el viento favorable a la causa independentista, no se sentía pleno, e iba y volvía inquieto hasta la cocina a tomar cualquier cosa, si es que ya el trago de güisqui le producía amargura.   Una segunda oleada de odio contra sí mismo casi lo calcina, y tentado estuvo de bajar al estacionamiento y sacar a la calle su camioneta Chery financiada por el gobierno para quemarla gritando de júbilo, en medio del reconocimiento de todos.

Mas se contuvo.  Intentó serenarse. Secó su rostro.  Fue una vez más hasta la nevera y tomó mucha agua, mirando con despecho las botellas de frías cervezas en el interior, además de las botellas de variados licores ardientes en su bar, justo contiguo a la cocina.  Y miró también las ollas, un rato dilatado antes de volver..., largamente, con pasión, obsesión, heroicidad, y a punto estuvo de agarrar una de ellas junto a un cucharón para correr al balcón y golpearla combativa y estridentemente.

─La suerte está echada ─de pronto se dijo con inocultable alegría, feliz por desechar el manido toque de cacerola, inútil idea:  finalmente se había encontrado a sí mismo, abierto el cauce desde el interior de su alma para aportar al combate, a la lucha soldadesca en la calle por una Venezuela libre, de manera explosiva, convincente,  personal y hasta original.  No tuvo dudas, y así, sumido en la certeza, regresó al balcón de su casa.

Raudo se desnudó, colocó una silla para subir al emparrillado metálico de la ventana, se acuclilló como pudo, sintiendo el aire frío de la tarde entre sus genitales, diez pisos sobre tierra, y vacío olímpicamente el interior de sus vísceras sobre una de las tantas calles de la capital venezolana.  La sensación de la tarea realizada lo acompañó dulcente en sus sueños hasta el otro día.

DE CÓMO FUE QUE MURIÓ EL PRESUNTO CHAVISTA QUEMADO


El opositor bebía un trago de güisqui que llevaba en un envase elegante de su bolsillo.  Estaba recostado en uno de esos viejos árboles de las avenidas de Altamira, mirando furibundo el humo que se levantaba desde las basuras y cauchos encendidos en las calles.  Fumaba también un cigarrillo.  Quería entrar en el calor de la refriega, pero una bolsa de alimentos de los Comité Locales de Abastecimiento y Producción (Clap) lo retenía en su pasividad, amarrándolo a sus seis kilogramos de peso descansados sobre el césped, limitándolo a observar.
Había salido de su oficina, un ministerio donde trabajaba, asqueado de la rutina insoportablemente cacareada de "servicio a la patria".  Ansiaba la subversión, el cambio, la guerra, la muerte de tanto hijo de puta vestido de rojo.  Soñaba con misiles, armamentos, uniformes militares.  Deseaba, profundamente, la invasión, la bayoneta extranjera clavándose en suelo patrio, mancillado por el comunismo desfasado gobernante.  Nunca había comulgado con ese engrudo socialista de que las gentes tuvieran que ser iguales.  ¡No, no!  No le parecía natural.  La vida humana debía tener grados y merecimientos, a émulo mismo de los animales más fuertes que se imponían en las selvas de los mundos.  ¡Eso sí que sonaba a justicia divina, natural, soberana, libre, espontánea, cósmica, perfecta, merecible, deseable!...  De manera que tenía que ocurrir algo en Venezuela, un golpe, una hecatombe, un terremoto, una extinción de dinosaurios, los bienamados gringos desembarcando en las costas de La Guaira.
De pronto un grito, una algarabía, la certeza de una carrera.  Se irguió alerta, buscando visualmente una vía de escape por si acaso le amenazaba lo que se avecinaba.  Al garantizar mentalmente su seguridad, guardándose la imagen del callejón solitario a sus espaldas, volvió la vista hacia la avenida de donde procedían los desórdenes.  En efecto, un chavista, vestido con una camisa roja chamuscada y ardiendo en llamas en el resto de piel e indumentaria, corría pidiendo auxilio, huyendo de un grupo de patriotas que lo perseguían armados con palos, piedras y cuchillos, ansioso del remate.
El muchacho lloraba, implorando por su vida en medio de gritos, frotándose la piel para intentar ahogar el fuego, que se avivaba con la fuga.  El opositor se irguió de nuevo, el corazón saltándole de gusto, feliz con la posibilidad de ayudar en la protesta.  Por la proyección de la carrera del desgraciado, determinó que pasaría a su lado, frente a la guarida de su árbol.  Atolondrado, buscó con la vista con qué golpearlo, un palo, una cabilla, un escombro cualquiera, pero, para su desilusión, el pavimento y la grama estaban limpios, doliéndose de los buenos servicios del aseo público.  Sin tiempo ya para pensar, y lamentándolo por sus alimentos, decidió embestir a la pira humana con su bolsa, estrellándosela sobre la cabeza, con toda la dureza de los envases metálicos y de vidrio contenidos, además del peso de las harinas de maíz y otros comestibles preciados.
─¡Te regreso tu mierda, maldito! ─no pudo evitar un grito de desahogo y de consuelo por la bolsa rota de los alimentos desparramados sobre el suelo.

jueves, 22 de junio de 2017

DE CÓMO LA OPOSICIÓN VENEZOLANA SE LLAMA MAYORÍA Y NO PASA DE TIRAPEDOS


Sostener la inestabilidad es el mandato, y valga la contrasemántica.  Resistir la carencia de pueblo y empujarse con virtualidad.  Impactar a través de las redes sociales, el grito, el humo, la muerte… No parar hasta que surja algo, una explosión, una idea, una resolución de la ONU o de la OEA, un apalancamiento o excusa para la invasión.  Tal es el retrato de la oposición venezolana, que se dice mayoría, pero que, con toda su grandeza, jamás rebasa la barrera policial en su empeño hacia el centro de la ciudad de Caracas, sede de los emblemas, de los símbolos, de los poderes constituidos.
¿Cuál es el miedo; cuál, la discapacidad?  ¿Se es grande o no?  ¿Dos o tres policías asustados, aparte de apaleados por una Fiscal General que también es oposición, paralizan tan grandes ejércitos por la "democracia"?  Son cosas que no se entienden.  ¡El 80% de la población de Venezuela, amante de Julio Borges y del adeco Ramos Allup, paralizada por veinte pelagatos!
Una tendencia con mayoría política rompe el molde y hace erupción, generando, de paso, terremotos.  Nada queda en pie.  Obliga.  Es una fuerza como la de El Caracazo, que sentó bases para cambiar a un país; o como un 13 de abril de 2002, que generó una vaguada desde los cerros de Caracas para reclamar la presencia de un hombre, Hugo Chávez.  La oposición venezolana está lejos, según evidencia, de semejantes palos de agua, no llegando siquiera ni a los niveles de garua.  No es ninguna mayoría en la realidad política del país.  No es ni siquiera un viento que estremezca, sino un simple y maloliente pedo, de paso lanzado en el penoso encierro de un cuartucho de la historia.
¿Qué han estremecido al país?...  ¡Cómo no!  Lo han hecho, pero no a fuerza del terremoto del apoyo popular, sino a través del terror y el crimen.  Así cualquiera.  Unos tantos confabulados, muchos delincuentes tarifados y paramilitarizados, que salen al ruedo a lanzar piedras, heces, a secuestrar, amedrentar, matar…  Para generar el caos no se requieren mayorías, sino algunas factorías asimétricas que se escondan detrás de la posibilidad de los vacíos legales, como los actos terroristas, por ejemplo (nuestra legislación cojea en la materia y se espera remediar el aspecto con la Constituyente).  Las mayorías no desordenan, revolucionan; y está claro que los tantos "millones" que salen a lanzar excrementos en las inmediaciones de Altamira son tigres de papel que fácilmente se deshacen bajo una lluvia.  Peones que tiran piedras y utilizan lupas para agrandar en el seno de las redes sociales la "magnitud" de sus proezas.    Ya usted sabe:  sus falsos positivos, su crímenes achacados a otros, sus estupideces, su odio macerado y espolvoreado al viento, su frustración de mirar a un país que sigue una pauta soberana y nada prosternada ante altares extranjeros.
¿Entonces qué?  ¿Qué es la oposición venezolana, aparte de ventiladores-difunde excrementos?  ¿Qué son esas personas que gritan libertad y piden en realidad esclavismo para su patria, muchísimos sin conciencia de sus pensamientos?  Traidores y esbirros, a no dudar.  Los líderes los primeros, consientes del fraude y de la gravedad de sus actos, como un Julio Borges, de quien no se puede creer que no se dé cuenta de que trabaja para intereses exóticos y espurios; las mesnadas los segundos, pobres pendejos utilizados como carne de cañón para sostener el maquiavelismo de quienes los empujan.
"Ochenta días de protesta", gritan por doquier, y con eso se creen originales, revolucionarios de algún modo, vanguardias, reales.  La vaina es que quienes gritan son los mismos de siempre, los cerebros del circo cuyo mandato desde el exterior, desde los EEUU, es sostener la protesta mientras ellos miran por allá para ver qué inventan para Venezuela.  OEA, terrorismo, narcotráfico, dictadura.  ¡Denle, muchachos, sigan matando y levantando polvo, que ya toparemos con algo para tumbar a Maduro!