El optimismo es una cosa seria. A ultranza, va más allá de su propia vida, respirando aun después de muerto. Apesta ya el cadáver, con vuelo de moscas y demás, y sigue él pregonando que anda en pie y que los insectos voladores no son tales, sino flores.
Se recomienda para la salud, para cuando casi se está perdiendo algo, para que el alma humana se autoengañe (clínicamente, se sugestione) y no sufra tanto con los reconocimientos reales. Para mirar el panorama con esperanza, así sea para esperar que surja como -un rayo- un milagro. Todo es posible. Hay que tener fe. La vida no se acaba con la muerte.
Se aplica para mantener el fuelle en los combates, sean reales o deportivos; para disminuir los porrazos en la autoestima, en el orgullo atribulado, para sostener la majestad acostumbrada...
Se inculca con entrenamiento, con técnicas psicológicas, con cultura y educación, con repetición perpetua, hasta tal grado que el espíritu humano quede casi incapacitado para identificar la realidad. Como el cuento ese de que una mentira repetida mil veces se hace verdad. ¡Que quede el boxeador tirado sobre la lona, amasado por los golpes del contrario, y aun exclame que ganó la pelea, o que está ganando, o que sus entrenadores así se lo hagan creer, repitiéndoselo en los oídos! No se pueden aceptar derrotas.
Como si reconocer los hechos fuese violatorio de un insólito código de ética, esto es, declararse pesimista, cosa monstruosa, por cierto. Cortaba Julio César las cuerdas de un puente a sus espaldas para inducir en sus tropas el pavor de que no había escapatoria sino la opción de la lucha victoriosa, incluso en tierras extrañas, en desventaja, por consiguiente. Como si pudiéramos asentar que la tal palabrita designa un estado del alma, en nada familiarizada con los signos y eventos de la realidad y razón. ¡A vencer y a nada conceder al enemigo!
Cuando la dirigencia política y económica estadounidense reconocía que tenía una crisis en la puerta, ésta ya había entrado a los aposentos nacionales desde hacía rato, causando los estragos que ahora –con la altanería de prever derrotas- reconocen. Si se recuerda, el Fondo Monetario Internacional (FMI) fue puesto a hablar de problemas y deficiencias económicas cuando el muerto desde hacía rato apestaba sobre la mesa. Las moscas voladoras habían dejado de ser los prósperos billetes con alas que nos describían.
De paso, olía mal, andando el mundo con mascarillas mientras ellos, respirando con profundidad, no se animaban todavía a tomar los micrófonos de la derrota para declarar la defunción de la prosperidad. No podían –parecían repetirse-, como si una verdad no fuese cierta hasta que se reconoce. Además, declarar la derrota no les parecía propio de triunfadores: ¿que habrán de pensar las fuerzas oponentes, los comunistas y terroristas del mundo? Celebrarían, sin duda, y no se les podía conceder semejante júbilo; porque así como las huestes propias deben rebosar optimismo hasta la muerte, así también las contrarias deben mantener el pesimismo de no adivinar sus ronchas.
Simple código de ética de la mentira verdadera –si ello es posible.
Hoy la partida de tontos que es el mundo informatizado, es decir, los lavados de cerebros que reconocen como cierto no más lo que les está dosificado reconocer, miran con ojos espantados la caída de un sueño, esto es, el inminente apoderamiento del alma de ese otro estado psiquico que se llama pesimismo. El otrora “sueño americano” es hoy, como dice Davidowitz y Asociados (una firma de testeo económico en las entrañas mismas del imperio), un estadounidense promedio incapaz de pedir un préstamo, comprar una vivienda, enviar a su hijo a una “buena” escuela o comprar un auto. Así de serio y real.
Y lo anterior sin contar que voces apocalípticas de la ciencia y la cábala proyectan al único imperio que no cae (así es el optimismo: le lleva la contraria hasta a los clisé) como fragmentado en breve, dividido en nueve trozos de tierra o de influencia: rusa, china, latina, europea, etc. Igor Panarin es un profesor ruso que desde el año 2.002 había pronosticado la depresión económica presente, así como pronostica que es inevitable que los EEUU se divida en zonas de influencias nacionalistas. Recibió burlas en una sala académica europea: había sido muy pesimista...
Pero ya sabemos: no es cierto eso que todo imperio cae. Porque el optimismo, en esta línea, a más de ser un acondicionador de actitudes y de vidas, es una forma de vida (o la vida misma) para muchos. ¿Quién demonios andará por allí pensando a cada rato que su casa se caerá o su vida llega a su fin? Sería tortuoso, por decir menos. De forma, pues, que ser optimista es un modo de vivir, abstraído de agüeros pensamientos. Aunque uno se figure a veces que el optimismo se excede en salud y presunción cuando pareciera ser su intención proclamar paraísos en sectores del infierno.
Es tan optimista el optimismo que, cuando el general del ejército cae, vienen los soldados y lo levantan, lo montan sobre su caballo y lo mandan así muerto al combate, a derrotar al enemigo. Como habla la epopeya de Rodrigo Díaz de Vivar. O como cuenta una anécdota nuestra sobre José Antonio Páez recurriendo al artificio de arrastrar cientos de cueros a caballo para aterrar a las huestes realistas españolas con la impresión de que eran supernumerarios sus llaneros. O como cuando se asusta a un niño con el cuento del coco. Todos cuentos con un objetivo único: el pesimismo inducido en bando contrario, es optimismo cosechado en el propio. Optimismo a toda costa, pues, de tal modo que no sea posible repetir –si es posible, y valga la reiteración- el idiota cuentito ese de que “A rey muerto, rey puesto”. Lo inmortal no muere (y valga la burla, sana de risa); no puede.
“¿Quién será el tonto que se atreva a soltar tales razones en el campo opositor venezolano, mucho menos hablarle de que, contrario a su optimismo guerrero, hay expectativas de crecimiento económico proyectado en un 4% para el país, refiriéndonos al PIB?”
La oposición política venezolana -derecha política al fin- tiene mucho de su paradigma mundial en estos aspectos. Los EEUU de América son un imperio invencible, incapaz de lamer el polvo de la derrota (Vietnam, Irak y Afganistán son mitos), superior al de los “mil años” soñado por Hitler con su Alemania para los arios. Por consiguiente, son su modelo a seguir, sus padres ideológicos, sus guías políticos, general en jefe con poder financista y todo. Como si el norteño país fuera una creencia que le inspira optimismo y fuerza interior en su lucha contra el peor enemigo político que ha tenido en toda la historia republicana de Venezuela: Hugo Chávez.
Su mayor esfuerzo es ser “gringo”, o al menos parecerlo, cuando no es posible. Tanto así que en ello parece írsele la vida. Les parece prestigioso, optimista, invencible... Un modo de vida. Como si creyeran que al ser hijos de gatos cazarán ratones, indefectiblemente; o al disfrazarse con su traje, derrotarán adversidades. Como Patroclo, disfrazado de Aquiles, enfrentando a los troyanos, aunque haya resultado muerto en la contienda. Simple culto a la tradición óptima, en el pasado llamada mágica. Es la psicología moderna.
Por supuesto, ello tiene sus consecuencias. La vida de las mesnadas es arte y émulo de sus guías, y si estos son reacios a reconocer derrotadas realidades, más lo serán los seguidores, inclusive más allá de lo optimistamente esperable. Si un año tardó la optimista terquedad del imperio en reconocer una crisis en sus finanzas, no es de extrañar que dos o tres tarden sus enlazados borregos en hacerlo. O puede que nunca, como suele ocurrir con los vasallos cuando pierden a su rey y se niegan a creerlo. Como aquellos suicidas aviadores japoneses de la Segunda Guerra mundial, ansiosos de morir en nombre de su emperador, renuentes a creer que ya había sido vencido. Soldados a los que se les hace optimista hasta la muerte. Total: nadie niega que las creencias conduzcan a modos prácticos de vida.
Se descompone el imperio y la oposición política venezolana no ve tal por ninguna parte. No lo reconoce por salud, por instinto de supervivencia, por terquedad “positiva”, dado que el pesimismo –aunque comporte el reconocimiento de la verdad- aniquila. Su mandato a ser soldado transnacional de un imperio invencible obliga a la “valentía” de no ver la realidad por ninguna parte. Incluso son mentes preparadas a prevalecer en la ética del optimismo por encima de la catástrofe de su matriz imperial derrotada, como los aviadores japoneses ya mencionados. Y allí los tenemos, vivitos sin derrotas en Venezuela, creciendo cada día y ganando todas las elecciones.
Porque así como el hábito no hace al monje, tampoco el templo le es necesario para proseguir con una vida plagada de acondicionamientos. Cayendo o no cayendo el imperio norteamericano como perro guardián de las acciones majaderas de la derecha política venezolana, una cosa habrá que no se le hunda, quedando eternamente atornillada en su cultura cipaya de guerrero aunque vencido: el hábito del imperio, de la imposición, del triunfo obligado, de la casta de ser mejores, de la nobleza obligante, de... en fin, lo que hemos hablado: la cultura del optimismo, aunque para el caso comporte una valoración bufa, porque alguien podría decir que no es más que una simple y estúpida terquedad de quien no reconoce ni quiere ver la realidad.
Así, finalmente, como ya dijimos, ya usted habrá podido constatar que no ha perdido la oposición una elección sino con trampa, desde la llegada de Hugo Chávez al poder. Venezuela en modo alguno ha prosperado, según su criterio. Arrastran como tolda política la voluntad mayoritaria del país –se llena la boca-. Venezuela vivió mejor en el pasado –ejercen el cinismo-. Hugo Chávez es un dictador y ellos son demócratas. La crisis es mundial, no de los EEUU, y, como Venezuela es parte del mundo, es más preciso afirmar que la crisis es venezolana –se ganan el premio de los silogismos.
Simple ética de la perversión perceptiva, que ha de acompañar a los vasallos del imperio hasta la muerte.
Para el caso, hablar de la otra ética –la que no es código, sino moral- no cabe. ¿Quién podrá recriminarle a la derecha política venezolana que tiene un problema tanto de percepción de lo real como de bajeza moral al hacer votos porque los precios del petróleo caigan y se le declare al país (¡esto si sería una crisis real!) un problema de recesión económica? Nadie en su sano juicio que no comprenda que el mal del otro es la bondad propia, como el punto mismo que llevamos dicho del pesimismo ajeno como optimismo propio. Como si quien gobierna no fuera parte viva de la presente Venezuela, encarnante de una voluntad popular, y como si ella, la oposición política, en consecuencia, fuese parte enemiga de su propio país y fuesen de otro planeta (o país) .
No hay crisis ni en el mundo ni en los EEUU; la hay en Venezuela. El arte, pues, de la negación como autocreencia. El manirroto código que se lleva el vencido hasta la muerte. Venezuela está en quiebra; EEUU en bonanza. Ni hablar que no vale siquiera mencionar que los pronósticos colocan a América Latina a contrapelo de la ola recesiva económica mundial, previendo problemas nada más en aquellas economías íntimamente asociadas al imperio invencible de los EEUU, como Centroamérica y México. ¿Quién será el tonto que se atreva a soltar tales razones en el campo opositor venezolano, mucho menos hablarle de que, contrario a su optimismo guerrero, hay expectativas de crecimiento económico proyectado en un 4% para el país, refiriéndonos al PIB?
Ya lo dijimos: su modo de vida es el optimismo saludable. No lo creerán, y es una pena –terrible- cerciorarse que un bienestar mayoritario sea conceptuado por ellos como un malestar particular, combatiéndolo en consecuencia, como si fuesen venezolanos enemigos de Venezuela. La prosperidad propia es inversamente proporcional a la general ajena, del mismo modo que el pesimismo de la tropa enemiga se traduce en optimismo propio, como dijimos arriba. No es sano para la moral combativa realizar concesiones al enemigo, y la realidad debe ser que Venezuela no avanza ni sirve para un carajo si no se encamina por la veredas del “sueño americano”, hoy tremendamente saludable.
Hay que ser optimista, aunque semejante esfuerzo sacrifique la valoración real de los hechos.
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