jueves, 5 de marzo de 2009

Petróleo y venezolanidad o petróleo y supervivencia

Imagen tomada de La terminal Ciertamente doscientos años de reservas de petróleo parecen decirlo todo respecto del futuro de un país que base su expectativa económica en la salud del rubro en los mercados.  Doscientos años trascienden los plazos de varias vidas humanas y pueden generar un sentimiento de autosuficiencia tal que conduzcan a enfoques cortoplacistas, desgraciadamente desprovistos de todo cuido por el porvenir.

El petróleo no es el futuro del país.  No puede serlo, del mismo modo que no lo puede ser un gran bosque como alimento para muchos dinosaurios, por supuesto hablando siempre de especies herbívoras. Por más que el bosque retoñe, la multiplicación de sus comensales no le augura porvenir alguno.  Tanto peor respecto del petróleo -que en nada retoña y, por el contrario, se acaba indefectiblemente-  y de un país cuyos habitantes crecen año a año.

Es una herramienta de presente y así debe ser vista, nunca figurándose que el tazón de alimentos en que se traduce para el venezolano es un permanente manar de maná del cielo.  Nada por el estilo.  El petróleo se acaba y se la pasa sujeto a los misterios de los mercados y a la amenaza transformadora de la tecnología.  Su capacidad de conquista de prosperidad para cualquier país productor tiene que ser casi virtual, del día a día, cada atardecer satisfecho el país porque rindió el plato del día, pero cada mañana más preocupado porque rinda una ración de futuro.

Digámoslo así:  es una dotación con que el Creador proveyó al país mientras se las ingenia de qué diablos vivirá cuando se le agote.  Así de simple y final, de tal modo que para cuando el efecto paraíso llegue a su término se pueda aseverar que la inteligencia humana logró capitalizar en porvenir un recurso transitorio.  A la contraria, esto es que los animalitos de humanos se dediquen hedonistamente a tragar y beber mientras dura la dotación, se corre el riesgo hasta de extinción, para seguir con el cuento de los dinosaurios, dado que no habrían demostrado las criaturas del país capacidades ni valencias mentales para merecer la posteridad.

Por supuesto, no hay peligro para la especie con que un puñado de humanos desaparezca.  Hay unos 6 millardos de tales bípedos en el planeta, cada uno portando el gen de la imperializante necesidad de ocupar espacios, peor aun si son vitales, como rezaba la doctrina hitleriana.  Se habla aquí de nacionalidades, de sentimientos y economías desguarnecidas, a la buena de dios; de países vuelto trizas en el contexto de un mundo cada vez más confiscador en su globalización.  De Venezuela, pues, por si no lo adivinaba hasta ahora.

¿O no lo cree así?  ¿Se figura usted al país libre de la apetencia extranjera una vez declarado en quiebra?  ¿Se lo imagina íntegro, respetado en su soberanía y valores históricos?  ¿Se lo imagina Venezuela, un país –se dirá- que tuvo Historia, con una generación completa de próceres –¡ironías de la vida!- que en su tiempo forjó tantas otras patrias?  ¿Es difícil, verdad?  Lo más seguro es que a su mente acuda la sempiterna imagen de un árbol caído, del que todos hacen leña.  Una base militar, seguramente, de quién sabe qué potencia mundial; o una temible cárcel a la orilla del Caribe, como Guantánamo; o una zona verde como pulmón del mundo, parque natural patrimonio de la humanidad...  Los venezolanos podrían existir por allí, ¡como no!, como especie animal viva al fin, definidos por la nacionalidad mientras les dure el recuerdo.

Porque el tema del petróleo como herramienta del pan presente sin la cultura superviviente del futuro, está ligado al tema mismo de la venezolanidad, si se considera que en doscientos años de república casi la mitad ha estado coloreado por este aceite de las cavernas.  Si la previsión humana no racionaliza que semejante “normalidad” no es una inmanente naturaleza del venezolano, sin duda no habrá sentido de perpetuidad para la nación.  Tan grave la situación es como fácil tiene que ser para el entendimiento común que el petróleo no tiene que ser futuro, sino transición, como quedó insinuado arriba.

A los Estados Unidos de México les queda 15 años como era petrolera y, dado la poca conciencia de su dirigencia en este aspecto, los pronóstico para ese país son pesarosos.  Ya están declarados en recesión, como lo está también –¡qué casualidad!- su enorme vecino, sin una idea en mente compensatoria de lo que no es ser ya un país dependiente del petróleo.  Nadie dice que desaparezcan como nación, ¡por favor:  el mundo sin los mexicanos!, pero tiene que ser una pena que semejante gentilicio guerrero quede postrado a la buenaventura de otros, como esas existencias parásitas incapaces de sí mismas.  Ya una vez fue penoso que perdieran en el pasado un desmesurado territorio a manos de su gran amigo el vecino, como más que penosa es la consideración que una vez fueron un imperio azteca.

Es un clisé decirlo, pero las ideas no se pierden.  Van más allá de los cuerpos y parecen ser lo único con existencia eterna.  Juega Jorge Luis Borges con su poder –el de las ideas- y, en uno de sus cuentos, ilustra cómo desaparece un lugar de la Tierra cuando deja el último ser de acodarse de él.  Esto es, cuando desaparece la idea, o el recuerdo, para el caso.  Por contrapartida, suponer que el petróleo tiene poderes más allá de la idea y de las existencias, suena a condena.  Traer a colación que los antiguos griegos no han muerto, como consuelo para lo venezolano o mexicano eventualmente desintegrados, es quizás uno de los sofismas más arteros a los que puede acudir la estupidez humana para disimularse a sí misma.  De consternación tiene que ser la expresión del rostro cuando se enteren que en la Antigua Grecia no hubo petróleo o, si lo hubo, ya no lo hay hoy.

“Una patria es eso:  solvencia económica (visualizada a futuro) y suficiente poder político en la selva –valga el contrasentido- para alimentar el sentimiento de la unidad de pertenencia histórica.  Ello por sí solo genera el ataque y la defensa necesarios”

De manera que no hay otra vuelta, como dicen.  Lamentablemente la sentenciosa frase de que el mundo es una selva es cierta.  Nadie vive en él sino es por el mérito de su propia fuerza o inteligencia.  Por su capacidad de mutar y adecuarse.  Por su previsión de potencialidad a futuro.  Por su capacidad expresa de defensa y disimulada de ataque.  Como si se fuera guerrero eterno de una de esas temibles escuelas darvinistas, donde no cabe confiarse de la buena fe de los demás.  Te acabas porque te acabas, sea ya porque eres parte molesta en un panorama que se hunde convenientemente, sea ya porque, al acabársete el pan, dejas a tu vez de ser pan para otro miembro de la cadena alimentaria, recibiendo la última dentellada.  Una patria es eso:  solvencia económica (visualizada a futuro) y suficiente poder político en la selva –valga el contrasentido- para alimentar el sentimiento de la unidad de pertenencia histórica.  Ello por sí solo genera el ataque y la defensa necesarios.

La historia de la vieja Europa tiene que ser ilustradora al respecto.  Se cansó de no prever nada y vivió todas las guerras castigos que pudo vivir, incluyendo las dos más terrible guerras de la humanidad, como es lugar común decirlo.  Desde épocas hasta míticas su panorama geopolítico es cambiante, tragándose y expulsándose a sí misma hasta el sol de hoy.  Consumió la totalidad de sus recursos naturales en aras de la relativa prosperidad que disfruta hoy, pero al precio de tanto yerro y derramamiento de sangre.  Es el magnífico ejemplo del objetivo alcanzado por ensayo y error histórico, a duras penas previendo que todas sus minas agotadas de carbón, oro y cobre debieron ser compás de espera para saber que la paz que se viviría habría sido una guerra evitada.  Lo mismo que se le pide a Venezuela ante la calamidad de que se le agote el petróleo sin invertir en previsiones o sucedáneos.

El desarrollismo europeo a costa del exterminio de las dotaciones naturales no es precisamente lo que explica la relativa situación de prosperidad de sus países, hasta el grado de alzarse como la comunidad de naciones más estable del planeta.  No es exacto.  Europa es la Europa de hoy en virtud del inveterado imperialismo a cuyo ejercicio la llevó su cultura señorial y cristiana, de altiva injerencia sobre cualquier lugar del planeta.  El saqueo y el expolio sistematizado ha sido durante siglos la bandera de su economía, séase gringo americano u originario de la vieja Inglaterra.  Nadie incurrirá en la exageración de aseverar que detrás de la comodidad de un milanés o un parisién hay implícita mucha sangre derramada, pero la historia nos señala a una cultura que aprovechó el empujón de su desarrollismo a ultranza para acabar primero con sus reservas e intentar luego acabar con la del resto del mundo.  Por supuesto, en el ínterin, Europa y los EEUU se han hecho con la herramienta de la tecnología (el sentido de previsión algún día llega, aunque nunca libre de amenazar a otros), el sucedáneo aparente al acabose de los recursos energéticos del planeta.  La tabla de salvación ante la acuciante pesadilla del exterminio.  Hidroelectricidad, energía solar, nuclear, magnética, eólica, etc.

Ya vemos cómo ni la luna escapa a la apetencia exploratoria y cómo en nombre del petróleo, con gran facilidad, se suscitan guerras.  Es porque un paradigma, en este caso el desarrollista a costa de los recursos, no cambia de la noche a la mañana.  El mundo está volcado a la infraestructura de la explotación energética petrolera, dependiendo de sus bondades facilistas hasta el final.  Europa misma, con su sucedáneo tecnológico, es una masa sociopolítica bastante frágil si se le cierra la llave de los suministros desde el Cáucaso; EEUU, ni hablar, tentando cada vez más su estrella de la suerte con sus incursiones imperiales.  Como si tuviésemos que invitarnos a contemplar que Europa no es el camino, ni en su irracional desarrollismo, por lo que comporta de acientífico, ni en su imperializante tecnología, por lo que atañe a la ética.  Como si fuera de obligación señalar que es un lugar y tiempo de decadencias.

Para nosotros, americanos estigmatizados como surtidores, la experiencia ajena ha de ser luminosa.  Es con gran probabilidad como Nuevo Mundo –digámoslo así, con todo y que comporte una acepción colonial- que nuestro suelo y enfoques han de ofrecer una distinta alternativa a la humanidad, empezando por la propia, como se da por hecho.  Conscientes de las maquinaciones que nos condenan a un eterno papel colonialista de proveedores, en muchos casos hasta impedidos de utilizar los recursos propios para el propio desarrollo, se debe dar el paso hacia su uso y explotación sostenibles(como aprendizaje de la experiencia ajena) y hacia el desmontaje de la dependencia petrolera como valor económico fundamental (como forma realmente revolucionaria).  No de otro modo es posible asegurar la pervivencia nacional y el deslastre de tanto “amigo” comprador que te pinta un negro futuro petrolero como próspero mercado eterno y hasta de otro color.

Un desarrollismo basado en la explotación de los recursos naturales será válido en la medida en que, transitorio, como el mismo recurso que explota, aseguré la exploración y la asimilación de una nueva modalidad de subsistencia económica.

Es verdad que el país atesora petróleo hasta para doscientos años, como verdad también que muchos ánimos, en consecuencia, se dejan encandilar con sus irresponsables enfoques cortoplacistas.  Nadie lo niega y nadie tampoco podría rebatirle a quienquiera una concepción personalista de la vida, incluso extensible para el país que lo cobija.  Pero tiene que ser cierto también que no es realmente verdad (valga el alma atildada) que ese petróleo pueda ser efectivo durante tanto tiempo como soporte de economía alguna.  A lo más 40 años, según proyecciones tecnológicas de sustitución, cuyo mayor problema y costo es el cambio de infraestructura.  Los mismos países industrializados, consumidores por excelencia, estigmátizadores del coloniaje de los productores, asoman su nueva arma de control y autosuficiencia:  la sustitución vía habilidad tecnológica, cualquiera sea.

De manera que tiene que concluirse que Venezuela hace piruetas sobre las últimas olas de disfrute del llamado oro negro, antes que se vea en la obligación de ensayar el alternativo modelo de soporte económico y sustitutivo que ya debiera tener a mano.  ¿Cuál será?  ¿La siembra, el campo?  ¿Un relampagueante modelo científico y tecnológico que dé hasta para exportar?  Preguntas, tan solamente.  No es difícil hacerse la idea, en esto de hablar de una economía con infinita trascendencia, que el mejor modelo económico del mundo, que alcance para saciar la necesidad también infinita de tan infinito ser como es el hombre, sea la de aprovechar la renovabilidad de recursos del planeta.  Lo demás es de vida breve, como de vida breve ha de ser lo que de ello dependa.  El viejo Uslar Pietri nos dejó una imagen poderosa que comulga con esto de la renovabilidad, la previsión, transición y la supervivencia:  sembrar el petróleo:  asegurar futuro, invertir en la tierra, mudar hacia una forma nueva de soporte económico que trabaje el plato de comida que se consume, sin esperar que mane, como eterno maná, de la tierra.

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