miércoles, 28 de junio de 2017

EL CHE GUEVARA EN LA PLAZA ALTAMIRA

Ajeno al efecto moralizante que sobre la mayoría opositora surtiese el capítulo del helicóptero bombardeando al Tribunal Supremo de Justicia, el opositor se sentía deprimido.  Tenía largo rato mirando la punta de sus zapatos negros sentado en un banco de la plaza Francia, de Altamira, pensando, mascullando.  Él no habría fallado, se decía casi en voz alta, sin importarle que los transeúntes imaginasen que pudiera estar loco.  El habría sido capaz de lanzarse él mismo del helicóptero, en medio de un acto kamikaze, si hubiera tenido la certeza de que con su peso mataría a un magistrado.  La causa de la independencia patria justificaba  cualquier sacrificio.  Sí señor.

Un grupo de la resistencia pasó a su lado con sus morrales adheridos a las espaldas, azuzando a quienes podían con frases libertarias y de invitación al combate.  Capuchas, envases, armas caseras maldisimuladas, piedras, constituían el combo de lucha, bien conocido por él.  Levantó la mirada y lo siguió hasta que desapareció por la avenida abajo con destino a la autopista Francisco Fajardo.  Cuatro de la tarde, hora consabida que invitaba a la tranca, el combate, el caos, la guerra.  Hora por el progreso y la vida.  ¡Ah muchachos maravillosos!  ¡Que la gloria los acompañe en sus esfuerzos!  Él podría haberse levantado para ir con ellos y así sacudir su depresión, pero debía preparar unas láminas para una presentación al día siguiente, y eso lo entristecía enormemente, como si fuese un prisionero.

Volvió con la punta de sus zapatos, estirándose de nuevo sobre el banco.  Él no habría fallado, continúo diciéndose, y hubo momentos en que odió a Oscar Pérez, el infausto superpolicía conductor de la aeronave que no fue capaz de acertar ningún tiro.  Lanzó granadas que no explotaron ni mataron a nadie y luego ametralló desde el aire la edificación, sin acertar tampoco, no obstante haber un gentío en el sitio.  ¡Todo un fraude!   ¡Dizque superpolicía!  Él no habría fallado.  Hasta habría saltado gritando como loco desde el helicóptero o, en el mejor de los casos, habría estrellado la nave.  El opositor no comprendía cómo es que idiotas asumían tareas por la independencia de un país para no completarlas debidamente luego.

Lo que más le dolía, y que lo tenía sometido a depresión desmesurada, es que la tal incursión aérea era parte de un magnífico plan de golpe de Estado, arteramente abortado por la inteligencia chavista.  ¡Todo una pérdida de tiempo y de recursos!   ¡Él no habría fallado!  Pero no se metía en tales bochornos por la patria porque necesitaba su trabajo, y su trabajo lo absorbía:  de él sacaba su caja CLAP de alimentos, el crédito para pagar su vehículo Chery u Orinoquia, financiamiento para comprar diversos lujos, además de seguros variados para adquirir cosas, que le encantaban.  Realmente la desilusión se la incubaba semejante situación de vida:  la maldición de trabajar para un gobierno que le daba lo que él apreciaba, pero gobierno que él odiaba furibundamente.  Era su sino, su contradicción depresiva, su sentencia, su destino de esclavo amarrado.

Quería ser un soldado, un guerrillero, un Che Guevara de la derecha, un muchacho de esos traga-polvos de las calles por la libertad de Venezuela, contra la dictadura, a tiempo completo… si la comida y los beneficios laborales le lloviesen gratis del cielo.  ¡Vaya problema!  Se animó un poco.  Levantó la vista hacia la autopista, y se dispuso a cambiar de actitud, para aportar algo y no quejarse tanto.  Se incorporó, empezó a andar, se fue hasta su edificio, encendió uno de sus vehículos de fabricación nacional, se trajo todas las cajas de alimentos con el logo de los CLAP que tenía en su apartamento y se fue hasta la Cota Mil, a orillas del Ávila, para llenarlas de piedras y palos, y luego se las ofreció a los chicos heroicos de la autopista Francisco Fajardo, allá en el distribuidor Altamira, sede del polvo y el grito, para así colaborar con la lucha.  Había que salir de Nicolás Maduro, y para ello en nada ayudaban las pusilanimidades ni las tristezas.  

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