lunes, 19 de mayo de 2008

América Latina y Europa, o de un viejo malestar entre culturas

Imagen tomada de special.radioextremo.com El mundo no parece nada feliz, según lo clasifiquemos en segmentos contrapuestos y le examinemos luego el rostro. Ricos y pobres, desarrollados y subdesarrollados, vendedores de materias primas e industrializados, explotadores y explotados, capitalistas y socialistas. Por donde usted vea la pata cojea. Los unos contra los otros, en medio de una sociedad de guerra. El rico molesto porque el otro no se deja quebrar hasta lo más profundo y el pobre alzado, intentando preservar su vida, indignado porque no lo dejan vivir, por lo menos, probablemente ansiando algún día ser como el "patrón", para cobrar revancha o darse la "gran vida" a costa de los de su misma condición. Es lo que se le enseña, según trabaja en medio de un gran charco de sudor para quien se mueve entre los efluvios de costosos perfumes.


Pero no es sólo eso, no son las diferencias las que únicamente se combaten entre sí. Los del mismo bando también se dan lo suyo, se caen a mazazos. Intentan también establecer diferencias entre ellos mismos, si es posible uno colocando al otro en el plano mismo de lo contrario, como si fuera su opuesto, su enemigo, el explotador o explotado, el pobre o el rico jodiendo al pobre o al rico, según sea la posición que ocupe en esta tan simple dualidad que planteamos aquí para ver el mundo. Por ejemplo, los llamados países del "primer mundo", por extensión o intención potencias industriales y militares, no se andan con rodeos a la hora de reclamar lo suyo cuando toca dividirse los territorios en zonas de influencias: se pelean los mercados, las rutas comerciales, el subsuelo de los países del otro segmento (de los huevones, pues), sus recursos naturales, sus alianzas o espacios para colocar empresas que de suyo no colocarian jamás en sus países de origen. Se pelean hasta por los nombres que han de recibir sus espacios de "trabajo", sea como patio trasero, aliado, amigo o lo que sea que haga sentir a esa pila de pendejos como de su propiedad. Como ocurrió en la Segunda Guerra Mundial, sus diferencias pueden desembocar en terribles guerras.

Se pelean el mundo, una gran causa. Europa, el viejo continente, ha echado muchas vainas en este sentido, tanto antiguo como modernamente. España, Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, Rusia y ahora EEUU (importado desde allá): todos gatos del mismo saco, en ejercicio del viejo modelo de la supremacía y la competencia, oriundos de ancestrales tribus nacionalistas, enfrentadas por ejercicio militar, por hábito, por supervivencia, por malsania o por lo que fuere que apuntale que el mundo es un espacio para sus apoderantes plantas. Feudos sus países en un principio, con atrabiliarios modos de ser dominantes. Feudo hoy el planeta, asomándose de vez en cuando hacia su espacio exterior para constatar si han aparecido otros países en la vía láctea, que no planetas. El globo terráqueo es una presea de guerra, como en el principio de los principios, cuando el hombre no se contaba tan "abundante como las estrellas", lo era una comarca o meseta o región montañosa.

Y los otros, los demás, los habitantes de esos espacios subastados por la historia, los que causan molestias por no dejarse masacrar hasta el fondo mismo de la existencia, indefectiblemente suelen ser los causales de la guerra, con culpa o si ella, según lo coloque el discurso dominante, aunque esto último importa un carajo, porque nadie habla de motivaciones en el medio del fragor de sus consecuencias. Es el formato, la educación, la historia, hasta la culpa de nadie si en el trance estamos por aceptar de una vez por todas que el hombre es un pequeño animalito de guerra. Tales habitantes son la hierba mala de la tierra, aquella paja molesta que crece sobre las minas de oro o yacimientos petroleros que debe ser erradica de la faz del apetecido planeta. Pobres o condenados de la tierra, como diría Fanon −para no perder nuestro maniqueo modo de explicarnos la vida−, bichos sin derechos pero sí con obligaciones y deberes para la causa que los conquista. De modo que no le basta al desposeído con lo que no tiene (o no le dejan poseer), sino que, de paso, comportan un mal estigma para el hombre: son causales de guerra, la semilla mala en el civilizado mundo, peste a erradicar, los dueños por accidentes de las "riquezas" que pisan sus patas.

Por increíble que parezca, así como están de jodidos entre ellos mismos, los pendejos de la tierra también tienen sus diferencias internas. Se caen a mazazos. Se ponen zancadillas entre sí y juegan a exterminar o a subyugar a los de su misma condición. No es que sean una uniforme masa de espaldas que corren hacia allá o resquebrajadas partes traseras por efecto del sol, al servicio de la comodidad de un pequeño porcentaje de la población mundial. ¡No, no, nada que ver! Encuentran que su manera de prosperar es parecerse a su vilipendiador, haciendo propia su causa, así desde allá se le impartan iguales latigazos sobre la carne o la conciencia. Priva en sus filas una especie de sadismo contra los suyos (por otros llamado traición), de furor culposo por la situación propia, institucionalizado mediante habilidosas acciones desde los centros de poder que los domina, desde allá arriba; y así como la luz genera sombras (o viceversa), priva también esa suerte de masoquismo complaciente hacia quienes los sujetan (entreguismo, le llaman, variante de lo primero), asustado u obligado medio de supervivencia subdesarrollado. Cada quien cavando a fondo en sus propias posiciones históricas. Definitivamente, el formato.

El viejo cuentito de "el pobre cada vez más pobre y el rico, más rico". No hay duda. Y la ceguera pululando por doquier, generando felicidad para algunos y oscuridad para otros muchos. De eso tampoco hay dudas.

Lo cierto del caso es que los países en vías de desarrollo, amén de ser causales, juguetes o trofeos de guerras, mala hierba sobre sus desaprovechadas riquezas, son también una pila de mentalidades empeñadas en cavar sus propias fosas de descanso final. Como los grandes se pelean los mercados y las rutas del mundo, ellos se pelean por ser los pasillos o parajes para el paseo del coloso, llegando también a los extremos de la guerra, como si se espetaran entre ellos: "¡Soy mejor botín de guerra que tú, payaso, apártate!" No se cansan de la división, del fratricidio, del encandilamiento de las estrellas. Incapaces de la unidad, hacen causa común con las empresas desaparecidas del mundo. Hacen de su hermano un rival por la competencia del bagazo. Objetos ciegos en sí mismos, incapaces de mirar más allá del oído, es decir, más allá del restallar del látigo (con el perdón de la imagen). Nadie exagera al decir que muchos andan por allí presumiendo ser la bacinilla de oro de las imperiales posaderas.

En América Latina hay mucho de ello, nadie lo cuestiona. Luminosos nombres de países, en el pasado emblemas de luchas patrias, hoy se erigen como amoratadas dignidades. Consuetudinarias alcobas de la entrega, encandiladas doncellas de la perdición, con precolombina carga malinchista; criaturas que aguzan más el ojo hacia lo inalcanzable extraño que hacia propio logrado; repúblicas aéreas del presente, sin futuro. Porque el esclavo que tiende un latigazo al condiscípulo, tiende una mano a la patria del látigo, incapaz de la humanidad propia. Porque así son las cosas, aunque el lenguaje duela. América Latina, después de un pasado genial pintado por los libros de historia, de aguerrida lucha antiimperialista y contracolonialista, se debate hoy en la colonia, en el colonialismo, siendo objeto y sujeto de poderes supremos, luchando contra sí misma, contra sus testaferros internos, no superando siquiera viejos hitos del progreso humano como la abolición de la esclavitud, recientemente comprobada en uno de sus países, Bolivia, bajo el manto anónimo de los poderosos. ¿A qué alzar la palabra hacia infundadas alturas de la dignidad ofuscada? Al estaño, estaño, y al petróleo, petróleo, para decirlo en los términos de nuestras materias primas, cimiento mental de tantos.

"Nunca salió América Latina de una dependencia: se quedó en otra, siempre mirando hacia el temido continente, dueño del mundo, formato de la depredación y las guerras viscerales"

500 años suman de travesías para la América Latina, 300 de ellos de trabajo colonial, de birlamiento de los recursos naturales y genocidio indígena. Los restantes 200 son, también, de atraco colonial, o neocolonial, cuando se supone que tendrían que considerárselos de soberanía e independencia. ¿A qué tanta sangre derramada, entonces? No salían nuestros países de los desórdenes de la guerra contra España, convertidos en incipientes repúblicas, cuando ya tenían, otra vez, a la vieja Europa de las batallas metida entre sus paisajes, dispuesta a "ayudar", a financiar, so cuento de exorcizar para siempre el horrible vestigio del imperio español. Primeros los ingleses y después los norteamericanos, a fin de cuentas el mismo cuento recontado. Nunca salió América Latina de una dependencia: se quedó en otra, siempre mirando hacia el temido continente, dueño del mundo, formato de la depredación y las guerras viscerales. ¡200 años de neocolonización, robo y explotación de las riquezas propias en nombre de la libertad y la democracia, cuna de los derechos humanos! Nacían los EEUU de América. Se salía del español europeo para caer en la garra del inglés americano.

Y con ello se devenía también en los nuevos aires del progreso, del nuevo territorio, de la nueva raza y del nuevo pensamiento. Y desde entonces muchos han razonado −por cierto− sobre la pertinencia de los nuevos métodos, por ejemplo sobre la acción "progresista" de haber eliminado durante la conquista la totalidad de la semilla aborigen, como hicieron los EEUU, confinando algunas muestra vivas por ahí en reservas, como en un zoológico o museo de la genética historia humana. Arguyen que el español cometió el error de no haber realizado el trabajo completo, causal de subdesarrollo de sus antiguas colonias. Son los voceros, ni modo, del llamado primer mundo, del modelo de la felicidad para los hombres, y de los amantes de él, habitantes de nuestros países hoy, las encandiladas doncellas del progreso −digamos−, mismas que consideran a los suyos como custodios "accidentales" del suelo que pisan, la molesta mala hierba del camino a ser segada, aunque la siega lass pode a ellas mismas, de cualquier modo. En su opinión, el bloque de cultura, en este caso anglosajona, de "clase superior", tenía la mayor ventaja y posibilidad de progreso si eliminaba hasta los residuos autóctonos.

Y así se dio sobre el terreno, a gusto de los hoy amantes de la cultura anglófila, migrada al Nuevo Mundo. La vieja Europa, con su bagaje de guerra y quebranto, en un nuevo continente, para sí sola. La guerra del exterminio autóctono fue el nombre para el modelo de vida de los nuevos colonos. La invasión y el despojo territorial fueron la consigan de batalla para el nuevo país del mundo: la mitad de México despojada, la Florida robada al mismo español (el otro imperio) y hasta las frías regiones de Alaska compradas a Rusia. La nueva plaga para los países latinoamericanos, frescos de la guerra aún, pero avisados por una profecía bolivariana: no tardó en abrir la boca uno de los presidentes del nuevo gran país para enarbolar la consigna de vida para las futuras neocolonias del otro lado: "América para los americanos", semilla rimbombante de otra pesarosa frase: el "patio trasero". No fue casual el sabotaje que EEUU hizo después del Congreso Anfictiónico de Panamá, tumbando una propuesta de integración bolivariana.

De forma que si el destino manifiesto de los EEUU ha sido y es históricamente convertir a nuestros suelos en sus patios y a nuestros mares en sus bañeras particulares, haciendo letra muerta de nuestra historia, con el auxilio mismo de los amantes cipayos del feliz modelo, simplemente no queda otra alternativa que asumir que la lucha de independencia no se ha concretado o no ha terminado en nuestro países, para no pecar de injusto con nuestros próceres de la independencia. Esto a despecho y en sobreposición a la voluntad de quienes parecen proponerse convertir estas tierras en protectorados de los EEUU. No existe otra opción. El modelo no deja otra salida que el modelo único para abandonar el estigma de la opresión y navegar, por lo menos, hacia una sensación de libertad, quizás sin el auxilio del humanizado idealismo del intelectual, pero libertad al fin. ¿Y cuál es ése camino en el contexto de la maniquea reflexión de estas palabras?

Es una conclusión necesariamente pesimista: si se está entre los polos de la opresión y la sumisión, puja el oprimido para convertirse en opresor, aparente receta única de felicidad que parece trasuntar del modelo, también único. Si un apéndice de la vieja Europa se vino aquí con su predeterminación de destino manifiesto, con su cultura bélica y de posesionamiento telúrico, no queda otra opción que el combate en el mismo plano, con la mismas herramientas: armamentismo, cultura de la fuerza, inspiración del respeto guerrero, tal vez la democratización del conocimiento atómico o lo que sea que apunte a la supervivencia, propósito jamás compadecido con embarazosos conceptos humanistas. Lo dicho porque su propuesta es milenariamente conocida, la de Europa: todo o nada, cultura de imperio romano, sumisión o exterminio. No puntos medios. El milagro de su integración actual en una macro- comunidad, económica y política, sobre la noción bélico e individualista de su pasado feudal, tendría que interpretarse bajo la óptica de que el mundo se ha globalizado, digamos empequeñecido, requiriéndose la unidad continental, como en un único ejército, para conquistarlo. No es difícil ser más pesimista para predecir más confrontaciones, guerras, enfrentamientos de culturas, guerra de civilizaciones, limpiezas étnicas, imperialismo, etc. El viejo continente, con su paladín medieval suelto (los EEUU), lleva la batuta en esto. Es una cultura de bárbaros triunfantes, estatuida en un aparato de Estado imperial colosal.


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