La mente de un colonizado quizá funcione como la de un secuestrado, pero en ese estado psicológico que se ha dado por llamar Síndrome de Estocolmo. Después de los preliminares impactos en los que una de las partes somete a la otra por medio de una superioridad de fuerzas, desarrolla el sometido una afectiva inclinación de dependencia hacia sus captores, no extrañando, inclusive, que las demostraciones de cariño deriven hasta en besitos. Aunque en el fondo, como los animales en la naturaleza cuando, por ejemplo, el cánido se mete el rabo entre las patas ante un superior, de lo que se trata es de la expresión de un estado de temor del captado, que busca sobrevivir a través de actos sumisión y pleitesía. Sin tanta elaboración psicologista, es un simple instinto de supervivencia.
Ya sabemos de noticias de captadas que han terminado hasta casándose con sus captores, después que estos han salido de la cárcel. Una gran historia de amor.
Pero en la historia de los pueblos podría ser creíble lo dicho aplicado, quizás, a la situación inicial de una conquista o de un cruce de culturas. Un pueblo sin gran actitud defensiva no encuentras otra opción que seguir los pasos de marcha que le impone la repentina aparición de un gigante, aunque sea a regañadientes. En su mente estará siempre la idea de ganar tiempo para organizarse y después resistirse, por la vía que considere adecuada, a efectos de lograr en el otro el reconocimiento de su valía, sino una igualdad de condiciones. Tendrá el pueblo captado siempre -también siempre- el temor de perder su individualidad como nación diluida en los valores poderosos y penetrantes del pueblo conquistador. Es una llama de la sublevación que ha de permanecer encendida.
Y al cabo del tiempo podrá ocurrir que o el pueblo se diluye en verdad en el otro pueblo, perdiéndose para siempre como nación singular y sobreviviendo nomás como una influencia en la cultura del otro, o se rebela a su disolución, a pesar de comportar ya influencias del "otro" en su seno. Entonces ocurre que o la colonia deja de ser satélite cultural del otro para integrarse definitivamente en su cuerpo mayor o se separa traumáticamente, vía guerras, para hacerse pueblo independiente, singularmente delineado en sus propios matices, aunque ya con mucha influencia o dependencia extranjera. La historia está llena de ejemplos. Quizás sea Puerto Rico el único caso vivo al presente que ilustre con perfección esa lenta gradación de pérdida de valores propios para diluirse, sincréticamente, en la cultura mayor, en este caso la de los EEUU.
No sería extraordinario corroborar en un hablante puertorriqueño tal confusión de valores, lingüísticos en este caso, tanto que es posible oír que uno le diga "between" al otro para indicarle que "entre", trastocando los valores semánticos de una preposición por las de un tiempo verbal.
Respecto del pueblo que se diluye y se va, ni hablar. De él sólo queda su referencia como una especie extinta. Pero para los pueblos que deciden labrarse un destino diferente, zafándose de yugos y padrinazgos culturales, una lucha titánica siempre será un paso obligado. El pueblo mayor, como si sujetara un trofeo de guerra, no tendrá jamás disposición para soltar a su presa, así como así, sin antes oponerse mediante guerra, vindicando sus derechos sobre el colonizado, quien, en el mejor de los casos para el logro de su independencia, podrá aspirar a que no haya guerra, pero tendrá que dar algo a cambio para indemnizar el "justo" reclamo y derecho de la potencia. Porque los gobiernos de países con ínfulas de imperio, sobreseguros por su fuerza, penetran a los demás por vía del hecho y el derecho, asegurándose que cada paso dado sobre la superficie del oprimido genere obligaciones que amarren más al tonto y deje ventajas a la viveza y expolio invasoras.
El caso de los EEUU en Venezuela, a través de su empresa Exxon Mobil, es un magnífico ejemplo de ilustración. Durante el gobierno de la IV República hicieron firmar un leonino contrato que les daba una participación del 41% sobre un emporio petrolero llamado Cerro Negro. A la posibilidad de perder el contrato y su participación en el negocio, invocan la guerra; y a la posibilidad de que el asunto se resuelva sin guerra alguna, proponen una desproporcionada indemnización del país pendejo.
En la guerra o confrontación que habrá de conducir a la independencia del país sojuzgado, o al retiro patente de la presencia extranjera en su aparataje de Estado dominante, quienes la promueven generalmente tienen que enfrentar a un doble oponente, a saber, la potencia imperialista como tal y a los imperializados dentro del país en cuestión, quienes, como alumnos avezados para la futura disolución nacional, piensan y sienten más como el país captor que como el país captado, desde entonces listos para lo que ellos llaman "gran transición", esto es, la integración definitiva de su país apéndice en el cuerpo mayor. Son los que en Puerto Rico votarían en un referendo porque su país se convierta en el estado número 51 de la Unión Americana, para acabar con esa comiquita de la asociación política.
La guerra de los sublevados propondría el retiro del aparato de Estado extranjero, pero a ciencia cierta siempre sabrá que la lucha contra su influencia en el interior de su país, constituirá otro problema, o parte de la guerra misma. Ya la historia nos dice que Simón Bolívar se vio obligado a dictar el Decreto de Guerra a Muerte para combatir la posibilidad de traición patria y desunión durante las luchas de independencia del Imperio Español, no sin tristeza y desilusión en su corazón. Porque es un asunto peliagudo eso de ver a un connacional envuelto en actos a favor del extranjero allende fronteras en vez de volcarse hacia lo que por lógica parece más suyo, como es todo lo que se yace o respira en el suelo que pisa, hombres y mujeres paisanos, puestas de sol, recursos naturales, ríos, petróleo, historia común y genesíaca... Estratégicamente hablando, la influencia del otro dentro del uno que se subleva, suele reportarse como un agente de la división y descomposición de la unidad que juega a favor de un más fácil y práctico dominio, generalmente en su concreción monstruosa: la guerra civil.
Téngase presente que el país que proclama su soberanía y su independencia, suele hacerlo cuando los topes de la nacionalidad se van minando, es decir, cuando parece amenaza que desaparezcan irremediablemente los remanentes últimos que entorpecerían la total absorción de la nación depredada. Por ello, por lo tardío de su fenomenología histórica, las guerras de independencia resultan harto truculentas, porque suelen expresarse en un enfrentamiento entre nacionales ganados a la causa propia contra nacionales ganados a la causa extranjera, últimos estos que no escatiman el orgullo de ser casi ciudadanos de la gran nación colonizadora, de no ser por la pena que sienten de haber nacido en suelo patrio. Sin embargo, suelen subsanar lo que consideran un defecto de nacimiento con reiteradas evocaciones y comentarios sobre los viajes que de continuo realizan hacia la gran metrópolis imperial, como para dar aires de su superior cultura y dignidad.
En Venezuela, en momentos en que todo apunta se lucha por una especie de segunda independencia político-económica, esta vez de la garra del imperio estadounidense, los que lamentan no haber nacido en un Estado de la Unión Americana, parecen ser ejército, dada su calidad organizativa opositora y su condición de beligerancia en contra del aputalamiento propio del país respecto de sus recursos naturales, riqueza cultural y soberanía. Le juegan una guerra redonda al país desde cualquier punto de la circunferencia fronteriza, sea ya desde una agresión colombiana, norteamericana, europea o desde cualquiera sea el país que conciba regañar al Venezuela por su ocurrencia de desyugarse del imperio.
Suelen ser personas ganadas por la guerra de la cultura (o guerra sin armas), agentes de sobrevalores extraculturales que con su actitud y comportamiento dicen del magnífico trabajo desplegado por la potencia tutelar al educarlos en su interés. Son los vasallos del norte, en la hora presente, tránsfugas cerebrales que suelen instruirse en la Escuela de Las Américas, por hablar de un caso emblemático de educación para la traición en un plano (el militar) de la inmensa sociedad en general donde se trabaja para subvertir los valores, hablando –claro está- de América Latina respecto de los EEUU, el gran país trasgresor. Cada área es un aspecto del trabajo de descomposición nacional y los agentes de lo foráneo bucean hasta en la sopa. Palabras como Harvard, Oxford, USA, Europa, Florida, Disney, Hollywood, bits, potencia militar, primer mundo, piel blanca, constituyen altares semánticos de su educación predilecta.
Al ser agentes de la disolución nacional, en el contexto del casi logro total de la integración extrafrontera de la llamada IV República (Luís Giusti privatizando PDVSA, Caldera a SIDOR y otros monstruos haciéndolo en otros aspectos como la educación -la UCV-), las actitudes y modales del pitiyanqui o cipayo suelen desplegarse con gran naturalidad, si se quiere hasta con inocencia, pues parecen responder a las visiones resultantes de su nueva naturaleza adquirida. Algo así como decir traidores natos, a los ojos de quienes cuestionan los patronazgos, pero "personas de educación progresista", a los ojos de sus valores extranacionalistas. Son los globalizados del mundo, en la jerga del presente: educados para abrirse al mundo y no centrarse en lo propio; víctimas, para otros, de un gran engaño y manipulación universalizante.
De modo que parecieran ejercer su condición de apoyantes de lo exterior, en oposición al reclamo de lo nacional, en medio de una suerte de ceguera robótica, donde su gran educación superpuesta subsume en un concepto de atraso y subdesarrollo amores y nociones propias del paisaje de su lugar de nacimiento, que, como dijimos, parecen despreciar cuando lo oponen en sus llanos y montañas contra las praderas y nevadas norteamericanas. Por eso no es casual su Halloween, sus renos y tarros de nieves en sus tropicales casas venezolanas donde el hielo suele derretirse por efecto de la temperatura ambiente. Una fiesta patria del país suele desfallecer en magnificencia al contrastarse con la fecha 4 de julio, Día de la Independencia estadounidense. Una marcha política por la calles de Caracas, pongamos por caso, ofrecería una oportunidad nada desaprovechable para exponer el calibre de su calidad educativa, donde tendrían la oportunidad de blandir la bandera norteamericana y hablar en el idioma inglés. Son esos que suelen apostrofar, desde su profunda cultura, que el nombre del país, Venezuela, es un diminutivo de la Venecia de los tiempos de la Conquista.
Por ello nada tendría de extrañar que todo aquello que se implemente en la América Latina completa en aras de la integración política y la cooperación económica, sea olido como amenaza que resta preponderancia a la fuerza imperial y liquida su sujeción colonialista en el área. Nada bueno para la hegemonía de su particular personalidad alienada y sus específicos valores extranacionales. Porque el asunto extraordinario es que a veces parecen ser más gringos que los mismos gringos, pero con la particularidad –lamentable- de haber nacido en la colonia. y valga este galimatías para expresar esta lamentable confusión de gentilicios.
En Venezuela son personas muy reputadas, educadas en Europa o en universidades que consideran el templo del saber del primer mundo; suelen copar los escenarios de los medios de comunicación, exponer teorías salvadoras del mundo enfiladas en el dogma del capitalismo y hablar pronunciando refinadamente las eses del idioma, si es que no hablan con aire de norteamericano confundido, verbalmente hablando, sustituyendo palabras del español por neologismos del ingles, para mayor caché de su estampa. Visceralmente se oponen a cualquier medida propuesta por el primer mandatario, Hugo Chávez, sea que rescate la historia de un indio, como Guaicaipuro, proponga una medida de unión económica para Latinoamérica, como el Banco del Sur, proponga una unión o moneda única, como la de la Unión Europea, pida defender los recursos petroleros, proponga una especie de OTAN latinoamericana, o lo que sea que no cuadre a las conclusiones de su educación selecta pro visa estadounidense. Todo habrá de parecerle, si apunta a su primigenia naturaleza venezolana, deleznable, despectivo y hasta abyecto. ¿Por qué ofender su dignidad instruida con un Guaicaipuro en el lugar de los héroes, el Panteón Nacional? ¡Póngase allí –dirán en un acceso nacionalista- a un George Washington y volemos alto!
Son periodistas, profesores universitarios, maestros, ricachones de cuna, grandes apellidos, empresarios, estudiantes de exclusivas universidades privadas, curas, filósofos, columnistas de oficio, todos doctos universitarios de una cultura que proclaman superior. Están tan educados respecto al ser exterior, a la posibilidad futura de una Venezuela diluida en el altar mayor de la cultura anglosajona norteña, que no se ven a sí mismos, ¡ni dios lo quiera al lado de un campesino nuestro, cuando pueden estar al lado de un newyorquino o parisién, para hablar de otros espacios, ya europeos!
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