A Juan Gerardo Antonio Guaidó Márquez (Juan Guaidó) jamás se le ocurrió que el mundo donde había vivido cuarenta y nueve años pudiese ser falso, catastróficamente inexistente, y, menos aún, que a él, hijo de un taxista y damnificado en la tragedia de Vargas de 1999, habitante de un país subdesarrollado, le estuviese reservada la providencia de descubrir el mundo real.
Junto a Cristóbal Colón, quien descubrió una de las tantas parcelas del mundo ficticio, a él le tocó en destino descubrir, más allá de la globalidad de un mundo real, la mismísima verdad, hazaña sin paragón en la historia de la humanidad. La verdadera dimensión de la existencia humana. Como decir que el primero exclamó "¡Tierra!"en su momento y el segundo, "¡Aire!", ya dos elementos de la composición del universo.
¡Insólita vuelta de la vida! Posiblemente carga honorífica incapaz de ser sostenida por tan humanos hombros. ¡De pronto caer en cuenta que el vaso sobre la mesa, el gato sobre el sofá, el sol avileño a través de la ventana y el Presidente de la República son ficciones, es una experiencia arrolladoramente enajenante, casi de manicomio!
Suspiró profundamente y, a pesar de saber que era una impresión falsa del mundo irreal, se deleitó con el olor de unas flores que su esposa Fabiana cultivaba en el balcón. Pensativo, lo recorrió, sintiendo el aire frío de la tarde, mirando el verdor gigantesco del Ávila y oyendo el ronronear vehicular de la ciudad de Caracas… ¡Su manos, miraba sus manos, sus manos bien cuidadas…!
-¡Mentiras! –no pudo evitar exclamar-. ¡El mundo es una mentira!
Porque era eso, era eso lo que lo mortificaba: su insólito descubrimiento, por un lado, y su esposa y sus dos hijos en consecuencia, por el otro. ¡Sufrimiento de genios, genios incomprendidos! Pasar del cuestionado olor de una flor ficticia que cultivaba su mujer a creer que la mujer sí existía y la flor no, no era cosa de su entendimiento, menos si el entendimiento es tan alto como casi ninguno, como el suyo.
Metió su rostro en el cuenco de sus manos. Aquel 11 de enero de 2019, cuando tuvo la revelación en horas de la madrugada, una voz implacable lo impelía desde el día martes. "¡Ve, ve, ve! ¡Preséntate! ¡El mundo real te pertenece! ¡Serás el presidente!" No lo podía creer. ¡Jamás lo olvidaría! En un principio se confundió con lo que ordenaban las voces porque ya era presidente del parlamento; pero, después de concretas señales, comprendió que nada existía y el cargo que le señalaban era ser Presidente de la República de Venezuela.
Leía en el baño, como todas las madrugadas, sentado sobre el vaso de la poceta, cuando de pronto el mundo conocido desapareció (poceta, excremento y el olor corporal) y desnudo se vio a sí mismo en medio de una blanca y solitaria planicie como única criatura de la creación, oyendo la voz sin parar que le increpaba sobre la veracidad de aquel lugar, mismo necesitado de poblar ¡urgentemente! ¡Su tarea, pues! Lo más increíble es que podía regresar al mundo irreal a su antojo, como si en su cabeza apagase un botón, haciendo reaparecer a Nicolás Maduro como el usurpador Presidente de Venezuela y el Waraira Repano como montaña de Caracas. ¡Todo falso, de cuño y nombre!
Los demás es conocido: se presentó en el parlamento el 23 de enero de 2019, del cual fungía como presidente y, ¡cosa insólita!, utilizó a los mismos diputados, huestes de la irrealidad, para autoproclamarse como Presidente de la República de Venezuela verdadero.
Juan Guaidó extrajo su rostro del cuenco y volvió su mirada de genio hacia el Ávila, ficticiamente llamado Waraira Repano. Nuevamente lo invadió el olor de Fabiana, las flores… ¡Qué pesar! ¿Cómo decirlo? ¡¡Su mujer no existía!! ¿Sus hijos…? ¿Cómo hacerlo, cómo poblar el nuevo mundo con ella, el mundo real, al que se asomaba tristemente durante esos momentos para contemplar la solitaria silla presidencial entonces no sobre un país, sino sobre un planeta, pero planeta sin primera dama.
Apagaba y prendía el botón compulsivamente para cambiar de dimensión, pero no desaparecían las imágenes del falso Nicolás sentado transmutándose a la realística y solitaria imagen del sillón presidencial desolado. Y así, en fin, lo sorprendía la noche, con su fementido manto estrellado.
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