Yo me pregunto, viejo como ya estoy, sobre porqué de los descaros del mundo, anciano como ya está el globo terráqueo. ¿Qué vamos a hacer con organizaciones como la ONU, o la OEA, esta última para la crítica sin José Miguel Insulza (mi personal opinión), que la ha salvado de un seguro derrumbe hoy, pero que, como sabemos, estructuralmente está penetrada (como la ONU) por el sesgo y el interés omnímodo de los titiriteros del mundo? Medio planeta sabe que el gringo del norte las sostienen en un monto de gastos administrativos más allá del aceptable equilibrio que unas organizaciones salomónicas deberían tener para el ajuste y la ponderación de la problemática del mundo y sus regiones. En consecuencia, no es difícil adivinar el carácter y la naturaleza de sus resoluciones, inclinadas sospechosamente (esto es un pleonasmo) hacia ciertos bandos ideológicos.
Hartos estamos ya del viejo paradigma que las montó en el poder director del mundo, a saber, la vieja tesis perseguida del comunismo, el nazismo generador de hecatombes judías y el aura triunfante de una Segunda Guerra Mundial que ha sido prostituida como empresa correctora de conceptos contracivilizatorios como el terrorismo, el narcotráfico y la antidemocracia en el mundo. ¡Por favor, estamos cansados de tanta burla! Se trata de un discurso entronizado a fuer del poderío de bombas amenazante y de ejércitos belicosos que chantajean, en su forma de alianzas, a los pueblos de la tierra. Hasta las mascotas saben que son argumentos alienados, al servicio de intereses corporativos y trasnacionales que delinean las apetencias de los más poderosos. ¿Es que acaso nadie sabe que el mundo, en su baluarte de poder, está reseñado por unos cuantos bancos y unos cuantos apellidos, de inclinación arrolladoramente capitalista, como el grupo G7, que dispone a su antojo de la parca para cada mortal?
No me imaginé que al nacer mi destino pareciera estar en manos de algunos privilegiados de la tierra. Me rehuso a ello, como cualquiera. Y lo digo hoy con la mayor de las fuerzas, más aun en la medida en que sé que el susodicho paradigma se tambalea, llegando a su conclusión. Sin duda, tales organizaciones arriban a un punto crítico de reflexión, cuya mayor invitación es que nosotros, el cansancio del mundo, llevemos al extremos de la autocrítica. Tanto la ONU como la OEA obedecen a entramados de la cultura humana superados. Su razón de ser, a no dudar, pertenece al pasado y pide a gritos una reformulación de poder de los factores del mundo. No vivimos hoy, ya a más de medio siglo de la Segunda Guerra Mundial cuando se dio nacimiento a sus estructuras, a ninguna época consecuente del reacomodo del poder en el mundo. Vivimos una era nueva, informática y globalizadora, como es el gusto definitorio de las mentalidades teorizantes, de cualquier corriente ideológica. La génesis de estas dos organizaciones de poder ya no tiene razón de ser en el cambiado mundo de los nuevos intereses de comunidades mundiales que desde largo han recapacitado y apuntan hacia un nuevo reordenamiento del poder en el mundo.
Si se cae el dólar, se cae también una vieja estructura de poderío económico centrado en la visceralidad permisiva de unos cuantos nombres y gremios que han hecho del mundo su globo de ensayo. Son corporaciones anónimas, cuya matriz efectiva sólo es conocida en sus consecuencias. Viejo arreglo fundamental de leyes internacionales que han servido a unos pocos de caractelogía imperial, cosa que también, en su naturaza caduca, se hunde con el sistema. Hay un nuevo panorama que evidencia la vejez y la inconsecuencia de lo que permanece, pero que se estremece con el viento inconforme de las naciones y culturas de la tierra.
Ello nos lleva a mirar de modo terrible recientes capítulos de la civilización humana como el mejor argumento de prueba en el juicio de la conciencia. ¿Quién tonto del mundo informatizado no recuerda a Kofi Annan, el mismo que se hizo de la vista gorda en los hecho de Irak? Casi nadie. Simple negrito, paradigmático del estigma racial aporreado por la historia que no dudó en certificar la invasión de un país cuyo mayor delito fue ser propietario de una de las reservas petroleras más grandes de la tierra. Una vergüenza, para no decir tanto, pobre funcionario infeliz del sistema. Al grado que uno se pregunta cuánto vale la dignidad de un hombre con luces universitarias cuando va al juego de los intereses del poder en el mundo. Al grado que uno se dice, con vergüenza ajena, que cada hombre tiene su precio. El capítulo de ese país, Irak, en su invasión, en su posterior saqueo hasta en su fenomenología histórica como fuente del pensamiento humano, ha debido hacer que el mundo se plantee una reformulación de la organización como tribunal internacional que pide imparcialidad. Kofi Annan, para los suyos, para su raza, para la verticalidad institucional de una institución como la ONU, ha debido renunciar.
El posterior advenimiento del secretario general, sucesor de Annan, Ban Ki-moon, es simplemente una pena para lo cual no hay hormonas comentaristas. Él ve en el Irak destrozado por la guerra y en el Irán que aún no ha sido destrozado, simples amenzadas de terrorismo, como sus amos, el poder mundial capitalista con cabeza en los EEUU.
Pero la ONU, para nosotros, países latinoamericanos que tuvimos un problema de fronteras hace poco entre Ecuador, Venezuela y Colombia, pareciera lucir como lejos, dejándole el rollo a otra institucionalidad decadente como la OEA, a la que le caben las mismas argumentaciones contrafuncionales de la ONU. Sabemos que es el mismo pozo de correlación de poder, de infiltración trasnacional con sede en Washington, con alto financiamiento estadounidense. Simplemente es una pena, en mi criterio, salvada en su institucionalidad por un funcionario comedido como su actual secretario general, de seguro el último en su era en derrumbe. Ya todos los países piden otra organización, como no se le oculta a nadie. Probablemente el hombre sea su último baluarte del esfuerzo de la centralidad, y ello a duras penas por el hecho de no haber condenado a un país belicoso imperializado como Colombia.
Su golpe de muerte se lo dio la Cumbre de Río, donde el parecer de casi la totalidad de sus participantes concluyó, de modo bizarro, que nuestra América Latina vive momentos de cambio y de rechazo de posturas colonizantes. Hasta el punto que se puede afirmar que el prestigio de la Cumbre, en su mensaje inocultable, encajonó su decisión respecto del problema entre Ecuador y Colombia. La OEA tuvo que condenar la invasión al espacio ecuatoriano como medida más próxima –deseada- a la condena del país invasor, Colombia, y ya sabemos que ello es una temeridad a contragusto de la opinión de los EEUU, que hasta el sol de hoy no entendemos que hace metida, organizacionalmente, entre nuestros asuntos. Nadie puede obviar que la Cumbre de Río es un alerta de extinción de la organización americana, con tanta fuerza que es probable que en lo sucesivo algunos países empiecen a abandonarla y a sugerir nuevos tribunales de arbitrio.
Con todo ello, para que se vea hasta dónde su organización está transida del alma imperiosa de su principal rector, EEUU, resáltese el hecho que se volvió una galleta nada más debatiendo si hubo invasión o no. Una vergüenza. Hoy, después del escarmiento condicionador de la Cumbre de Río, dígase que se vio obligada a fallar ni siquiera contra el país agresor, sino contra la agresión. En su sesión del lunes pasado, sin la capacidad para rebatir al gringo, aunque el consenso latinoamericano fue ejemplarizante, avergonzó que no hubiera una condena contra los EEUU, quienes no estuvieron de acuerdo en el artículo 4 de la resolución que condenaba la incursión colombiana en el suelo ecuatoriano, alegando legítima defensa. Su concepto y sueño de agresión imperial.
Ya parecemos grandes y viejos para dejarnos seguir engañándonos. La tesis que ellos, los EEUU, apoyaron en Colombia no es la tesis de Colombia, sino la de ellos mismos, bucaneros de vieja usanza cuyo ideal no es el derecho internacional ni el respeto a frontera alguna, sino la permisividad de sus apetencias neocolonialistas.
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