Manuel Rosales, ex gobernador del estado Zulia y actual alcalde de Maracaibo, fue militante de Acción Democrática (AD), como del partido COPEI lo fue el también ex gobernador del estado Yaracuy, Eduardo Lapi. Ambos, pues, como sea que son jóvenes políticos, pertenecen a lo que se ha denominado “IV República”, según nomenclatura propuesta por el actual proceso de cambios que lidera Hugo Chávez. Y ambos están señalados por la justicia venezolana por delitos de corrupción, el primero en trámites de juicio y el segundo en fuga.
No es casualidad. Uno y otro nos retrotraen hacia las neblinas del pasado político venezolano, ese bochorno insoportable de la Historia del país, donde el oficio de hacer política era como una escalera para ascender hacia niveles inmorales de riqueza monetaria y de ejercicio del poder, regularmente arbitrario, sin ningún tipo de correspondencia con la premisa popular, que es a lo que se debe a fin de cuentas un político. La posición política alcanzada era como una tajada que se le sustraía a ese oscuro mar de riqueza fortuita que es el petróleo, cuya capacidad de enriquecer a quien de algún modo lograba un puesto dentro del establishment explotador de sus recursos es temporal y limitada, dado que el petróleo, la fuente de la riqueza del país, es un material no renovable. De modo que quien hacía política era un “vivo”, un avispado, una preclara inteligencia que comprendía que tenía una sola oportunidad para resolver su vida, porque privaba en el ambiente la noción de que todo se podía acabar de un momento a otro y había que ponerse las “pilas”. Ni más menos la sensación de un “país portátil”, embolsillable en virtud de su nada auténtica y perdurable condición, como invita a pensar uno de los libros de Adriano González León.
Explicándose así, por causa de la visión cortoplacista a la que obligaba el modelo político-económico petrolero, tanta gestión fraudulenta, tanto robo en tiempo record de una administración política, tanta desfachatez que embadurna el criterio a la hora de balancear el más lamentable capítulo político de la historia de Venezuela, tanto más inmoral cuanto más presumía de ser “democrático”. Ni siquiera la época de la tiranía de Gómez o los excesos del perejimenismo igualan semejante histórico cinismo, dado que en modo alguno llegaron a basar su estamento político en la voluntad popular, como sí lo hicieron los sucesivos partidos de la democracia venezolana: AD y COPEI, y todos los que por esta línea quisieron. Probablemente una de las pantomimas más espectaculares en la historia del planeta para explotar a un pueblo, tácito acuerdo o silencio para saquear de la manera más vil la riqueza de un país.
Juan Vicente Gómez enviaba abiertamente el petróleo a los gringos, sin negarlo ni hacer escándalos por ello; adecos y copeyanos, cuando les llegó la hora de ejercer el poder, hicieron lo mismo, pero llamándose demócratas, engañando a todos con que habían revolucionado el país y su economía, y con que ¡ahora sí! los beneficios de la riqueza patrimonial eran para el pueblo. Y ya sabemos lo que resultó “pueblo” para ellos: un oficio político para encauzar la vieja riqueza hacia las nuevas manos en el ejercicio del poder. Una entelequia discursiva de la división de clases y destinos.
De modo que al mamarracho de la venta nacional a intereses extranjeros se le sumó la burla del “discurso democrático”, sofisma incansable que hizo su mayor esfuerzo durante medio siglo para intentar “graduar” al pueblo venezolano como uno de los más estúpidos del sistema solar. Expresiones como “Con AD manda el pueblo” o “Con AD se vive mejor” constituyeron suertes de niveles de excelencia académica durante la inducción. Ni más ni menos la misma burla de la que hablamos, que personas como Manuel Rosales o Eduardo Lapi pretenden hacer tragar a los venezolanos el cuento de que su riqueza les manó del suelo o ya la poseían antes de ser políticos, tanto más audaz, cuanto más parece que el tiempo del “adequismo” o “copeyanismo” era cosa del pasado.
Pero ya vemos que no es así. Apenas un pedúnculo de esos del pasado tiene la oportunidad de ocupar un cargo dentro de la administración pública, se desata en una furiosa carrera por el enriquecimiento ilícito, como si el país se les fuera a acabar de un momento a otro (tal es su mentalidad) y como si el pueblo de Venezuela continuara siendo el mismo idiota de todos sus tiempos. Pretender que un “maestro de escuela” (mis excusas si parece peyorativo para los del gremio) como Manuel Rosales acumuló una riqueza tan descomunal durante su trabajo, como la que actualmente se le sospecha, es tan absurdo como intentar explicarlo a través del oficio mismo de gobernador o alcalde, con todo y que son cargos que suponen una mayor remuneración económica. Lo mismo Eduardo Lapi, quien prácticamente sin ejercer como abogado pretende convencer al “tonto” pueblo venezolano de que la cantidad de dinero con se “resolvió” la vida nada tiene que ver con su gestión como gobernante.
“En China al corrupto se le castiga con la pena de muerte, sin mal no es mi recuerdo de que hasta no hace mucho ahorcaron a uno por ladrón de la administración pública. En Venezuela es anticonstitucional cualquier procedimiento que niegue la vida, por tener el venezolano derecho a ella de modo “inviolable” [...] Ni siquiera cuando su dinero mal habido sea responsable de derramamiento de sangre, lo cual es un modo particular y capitalista –digámoslo así- de tener implementada la pena de muerte. “
Uno y otro pueden vivir el resto del sus días sin trabajar más, réplicas presentes de tanto bicho cosificado del pasado, que ocupaban una curul política y después se echaban a dormir, como dejando que la vida se preocupase por ellos, en vez de ellos por su propia existencia, como manda la Naturaleza. Como tanto ejemplo legendario de ese pasado, como Vinicio Carrera, quien se robó el presupuesto completo de la autopista de Oriente y vive de lo “mejor” en un país europeo; o el mismo Carlos Andrés Pérez, lego cuya riqueza parece convertirlo en una “docta” figura de la supervivencia política cuartorrepublicana; o Blanca Ibáñez, la llamada “barragana”, de quien se dice hasta se mandó a comprar un título de abogada en la Universidad Santa María. La lista, por lo largo, es prácticamente innombrable, y toda ella pretendiendo hacer de la estupidez del pueblo una virtud, tanto más pulida cuanto más creyese que los bienes patrimoniales finales eran los mismos del principio de la carrera política de cuanto bicho hubo en la IV República, y cuanto más creyese –la gente- que era así porque se trabajaba para ella, para el pueblo.
¿Qué se le puede hacer? Son –Manuel Rosales y su combo histórico corrupto- sombras del pasado proyectadas hacia el futuro, como el mítico cuento platónico de la verdad en una caverna, cuyo inaccesible ser apenas es reflejado a contraluz en sus paredes. Viejas mentalidades, modos de vida, visiones de mundo, probablemente extinguibles cuando su portadora generación viva desaparezca, no obstante la naturaleza infinita de las ideas. “Adeco es adeco hasta que se muera”, reza el dicho corolario de tan insólita manera de asumir que un pueblo es tan idiota como para que crea que la riqueza que se gana uno es la de todos, y legítima, de paso. Tal cual como nos está sonando el cuento hoy del ex gobernador del Zulia, ex candidato presidencial, actual alcalde del municipio Maracaibo y, en un tiempo y principio, maestro rural, Manuel Rosales, de quien se rumora no le alcanza la gente allegada a nombre de quien colocar sus bienes para disimular el esfuerzo de tanto trabajo.
No faltará quien arguya que la actual gestión de Hugo Chávez está llena de adecos y copeyanos, soterrados todos, visibles nomás cuando se les aclara la esencia y se ven obligados a “saltar la talanquera”; que Hugo Chávez no pudo aparecer en el panorama político venezolano como un ser extragaláctico, necesariamente hecho de la sustancia adeca y copeyana de la matriz contextual, con figuras exponentes ya de vicios tan criticados del pasado, como el robo y el expolio, nombres luminosos como Raúl Baduel –otrora amigo-, quien supuestamente hasta hace poco mudaba su riqueza hacia Colombia, al mejor estilo cuartorrepublicano, o Luis Felipe Acosta Carlez –ex compañero de armas y ex gobernador del estado Carabobo-, de quien aseveró el mismo presidente se vio implicado en el clientelismo y en propios negocios de casinos.
Sin duda, toda una argumentación, con ocurrencia presente de lo que se quiere extirpar del pasado. Probablemente arguya también el criticón que la lista rebasa a esos dos nombres emblemáticos, y nadie se lo podrá negar. Son hechos que, prescritos o no, flagrantes o lo que sea, en vez de desvirtuar la presente reflexión, la abonan a la hora de afrontar uno de los peores vicios de la Venezuela petrolera, con todo el bagaje de su cultura facilista, cortoplacista, personalista, tramposa y traviesa, rasgos que la hacen ver como la patria del fugaz chorro de riqueza natural del que hay que tomar una gota antes de que se acabe, más rápido que cualquiera de los otros venezolanos restantes. Es un modo de vida la cultura de la corrupción, sistemáticamente estatuido en el peor periodo de la historia política de Venezuela, petrolero por excelencia. No mengua así como así su legado de mirar sólo el presente y el futuro como un olvido de que tuvimos un pasado original republicano poblado de valores y grandes ideales que colocan al Hombre a lado de la noción de Patria, y a la Patria sobre la noción de “hombres”, en su figura de pequeñas criaturas plagadas de vicios y debilidades, tales como la mezquindad, el personalismo, la ostentación, la paradigmática plaga capitalista neoliberal de explotación del hombre por el hombre, en la que el oro vale hombres, pero los hombres no valen oro.
En China al corrupto se le castiga con la pena de muerte, sin mal no es mi recuerdo de que hasta no hace mucho ahorcaron a uno por ladrón de la administración pública. En Venezuela es anticonstitucional cualquier procedimiento que niegue la vida, por tener el venezolano derecho a ella de modo “inviolable”, aspirando a corregir la plaga a través de la toma de conciencia social e histórica, el fomento de valores patrios y el desarrollo de una propuesta socialista fundamentalmente humanista y libertaria. Tanto menos (hay que decirlo) es viable que ahorquen a alguien por corrupto, si todavía la Revolución Bolivariana no ha logrado revertir ese pedazo de conciencia cultural que nos la presenta a los venezolanos como un hecho natural, dado, casi manante de la tierra como el petróleo mismo, con todo ese facilismo que jalonea hacia la riqueza fácil. Ni siquiera cuando su dinero mal habido sea responsable de derramamiento de sangre, lo cual es un modo particular y capitalista –digámoslo así- de tener implementada la pena de muerte. Para el caso, el nombre de uno de los gobernadores mencionados (Eduardo Lapi) aparece mezclado en un ajuste de cuentas de un dirigente agrario, no atreviéndose quien escribe –por no tener pruebas más allá de dichos- a exponer aquí algunos señalamientos en este sentido respecto de Manuel Rosales.
Tanto es así que una vastedad del pueblo venezolano (¡hay que decirlo!) mira el hecho como una normalidad, alumno perfecto del pasado –se dirá-, contemplando a la política como una oportunidad para el latrocinio y el ventajismo. Y tiene que ser altamente revolucionario (como dejar que Venezuela dependa del petróleo o distribuya más justamente su riqueza) que el oficio de político sea visto como un trabajo más, como el de educador o policía, pongamos por caso, cuya paga tenga que alcanzar para vivir dignamente mientras se le dispensa prosperidad a los demás. Tal tendría que ser el ideal, tanto más cuanto el país ensaya cambios cruciales en su genética social y cultural, y no que tengamos que vivir contrasentidos alarmantes como el de un “educador” metido a político para enriquecerse de una vez por todas, tal como venimos hablando del ex gobernador Manuel Rosales o de prófugos como Eduardo Lapi y otros tantos otros.
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