Henrique Capriles Radonski, el sempiterno y aparentemente único candidato presidencial por la oposición venezolana, se lanzó nuevamente como candidato por la elección presidencial.
Es decir, aceptó el “reto”, como se dice a sí mismo para envalentonarse. Porque alicaído andaba después de la pela que recibiese en las anteriores elecciones presidenciales que Chávez ganara, cuando barrió en la casi totalidad de los estados del país.
Al menos eso fue lo que insinuó en las primeras de cambio, cuando murió Chávez y se requirió de nuevo de su inmenguable presencia para concurrir a las constitucionales elecciones que la ley manda.
Según trascendió por los medios, no quería, no aceptaría. Y así la bola rumorosa corrió por los cuatro costados de la inefable Mesa de la Unidad Democrática (MUD), alborotando sueños fermentados en un montón de bichos jurásicos. Entonces surgieron nombres sustitutivos: un “caballero” llamado Ramón Guillermo Aveledo, un fosilizado abogado llamado Henry Ramos Allup, un eterno aspirante con fama de ebrio llamado Oswaldo Álvarez Paz, un famoso ladrón venezolano que no vive en Venezuela denominado Diego Arria, un viejo felino que levantó su imagen sobre las cenizas de su padre político apodado ─se dirá─ Eduardo Fernández.
Hasta los chavistas sesudos lo justificaron atribuyendo su desgano a lo dicho, a la paliza que le propinase Chávez antes de morir, a la situación paupérrima en que los cuadros oposicionistas quedaron después del adverso huracán. ¿Quién así podía continuar seguir recibiendo escarnios electorales, trompadas populares, tanto palo cochinero por ese rabo?
Porque no de otro modo perfilada está la situación: con la muerte de Hugo Chávez flota en el ambiente una repotenciación de su ideológico espíritu, pareciendo su opción partidista más invencible que nunca. Si con Chávez vivo perdió las elecciones, ahora con este supra Chávez fallecido, mitificado como un Cid, atomizado entre la conciencia de millones de venezolanos que eventualmente podrían temer perder lo alcanzado con el proceso de cambios políticos iniciado en 1998; más fácilmente luce su persona política para un aplastamiento. Ya las encuestas lo colocan 14.4 puntos por debajo de su ahora nuevo adversario político, Nicolás Maduro (cifras de Datanálisis, 11 al 13 de marzo). (Al momento de redacción de este artículo, Hinterlaces publica 18 puntos de ventaja para Maduro).
De modo que pareció encerrarse en una cíclica reflexión (por día, ya se verá), donde aparentemente el amor propio pujaba por detenerse un momento para respirar algo de dignidad. “No iré ─parecía exclamar, abrumado─. He perdido todas las elecciones y el país ahora, con la última derrota, es rojo chavista por doquier. No iré: mi partido y la MUD quedaron despatarrados, como después de la quemazón”. Y así durante un día Capri pareció cruzarse de brazos, perdido en sus vueltas.
Afuera sus huestes políticas lo animaban, buscando que sintiese importancia, como si le gritaran en sus oídos que las heridas políticas no se curan con vergüenza, para el caso que las sintiera. ¡No podía ser posible que él dijese eso, justo cuando, ¡plum!, se presenta una bellísima oportunidad para destronar al tirano ese de Hugo Chávez que, aunque muerto, era patente que de algún modo continuaba viviendo! Había que perseverar, levantarse, dar la cara, recuperarse de los golpes y colocarse algunos filetes en las partes amoratadas del cuerpo. Se trataba de la gran oportunidad esperada. Si lograba triunfar en este nuevo chance que el destino político de Venezuela le brindaba, como por arte de magia desaparecerían tantos moscardones de la derrota que le zumbaban en su entorno.
Algunos de su adeptos ─más pesimista y crueles─, molestos con el arrase electoral que hiciera Hugo Chávez antes de su muerte, de muy pocas esperanzas inclusive con el deceso presidencial, se declaraban cínicos analistas políticos y mentalmente le enviaban sus ondas cargadas de derrota y dolidos reconcomios: “Dale, Capri, lánzate. Hace falta alguien para recibir esta nueva coñaza. Tú eres el indicado, nacido para el fracaso. Contigo se perdió casi todo en la última batalla. Tienes ya la curtiembre para recibir trancazos. Tienes ya corazas sobre las costillas, y esos morados que ahora mismo te curas, tranquilo, se te convertirán en callos. ¡Dale, porque para perder, hijo, nada mejor que eso, un buen perdedor! El dinero, ser rico, nada tiene que ver con esto, muchacho, no sirve para un carajo. No te lamentes. Piensa que los votos del pueblo son como el amor, no pueden ser comprados con plata. Dale. Contamos contigo.”
“Nunca como ahora se presenta la oportunidad de utilizar la fatuidad de un pobre tonto, experto en derrotas y en ansiedad de victoria, para cegarlo respecto de su propia desgracia.”
Pero la historia ya es conocida. Se trataba de una burda finta humana de la vergüenza.
El hombre había viajado previamente a los EEUU y recibido instrucciones por allá sobre lo que tenía que hacer por acá, teatro incluido. En tan tremebundo país, halcones y perros le habían hablado, y lo habían armado contra situaciones venideras, como la presente misma situación de muerte de Hugo Chávez.
Le habían dicho que rechazara todo y amenazara a su partido y a la MUD con un descanso, aunque fuera por un día (nadie podría saber el plazo), como efectivamente lo hizo. Porque pronto todos volverían a él, a rogarle, a pedírselo. No había más candidatos opositores en el país en medio de la tan precaria situación en que había quedado la MUD. El efecto Chávez, pues, aun enfermo y ahora muerto. Además, nadie como él tenía tanta plata, tantos recursos económicos y logísticos para emprender una nueva campaña, como tampoco había tiempo para realizar elecciones partidistas internas. Era el elegido.
Negarse ─aunque fuera por un día o dos, como lo hizo─ tendría el impacto de estrujar conciencias entre los adversarios de Chávez, y equivaldría a darles por el trasero y decirles después que no votaron suficientemente por la causa cuando perdió su presidencial y que ahora les tocaba joderse con una hipotética eternidad chavista. Había que realizar una siembra de espanto entre sus adeptos, terapia de shock, como bien aconsejan sus mentores.
Y así fue. Desde los EEUU el hombre vino, se negó, pero poco despues aceptó su candidatura. Iría a elecciones. Confrontaría a Nicolás Maduro, el heredero de Chávez. Vendrían a rogarle sus seguidores, esa tan aporreada oposición venezolana, como vaticinaron los gringos (¡ah, bichos pa`certeros!). Vino, se negó y venció. Ahora empezaría una nueva lucha.
Nada que ver con vergüenzas y amores propios devastados. ¡Psssi! Teatro puro al fin. Movimientos tácticos políticos. Él, Capri, estaba signado para ser una especie de paladín político venezolano campeón en derrotas. Tal ha sido, es y será el hecho (¡qué remedio!). En política no hay espacio para la pena y la derrota, y cuando lo hay tiene que ser como ocurre hoy mismo en el seno del chavismo, donde hasta la muerte es una soberana victoria.
Ya es candidato, pues, y ha recorrido unos tantos estados occidentales como parte de su campaña política. Ahorita mismo anda en el estado Bolívar. Su misión no es tanto vencer a Maduro como derrotarlo, por aquello de la familiaridad verbal con su persona... Pero, en fin, esas minucias sarcásticas a la sazón poco importan.
Pero también lo gringos le dijeron que evaluara el panorama, que no perdiera las perspectivas políticas. Que si no lograba remontar en las encuestas y su derrota se perfilaba tan segura como sus anteriores gestas, que renunciara a medio camino (y así se entendería el amago de no aceptar postularse). Porque más daño infligía al contrario dejándolo sólo en la lid electoral que avalándolo hasta final en su victoria. Nada perdía, ni cosechaba para su haber político desguarnecido desconocidas medallas; y el acto sí, políticamente, sería una jugada maestra. Maduro empezaría con mal pie, deslegitimado. ¡Ah, con estos gringos!
Con la muerte de Chávez ─según pronósticos de la mesa política en el exterior, cuando se fue a los EEUU─, Venezuela se sumiría en un caos coyuntural que no había que desaprovechar. Por el contrario, había que sumar, manteniendo su situación desestabilizada, en ascuas, hablando como callando, aceptando como renunciando, huyendo como luchando, desprestigiando como avalando... Eso mismo que el ha hecho, como si viviera en un mundo al revés. Y en ese de caso de derrota electoral, pero con las condiciones de desorden y angustia creadas en el país, él, Capri, podría contar con su asistencia, una mano amiga, quién sabe, un conato por allá, una intervención por acá, un voto forjado en la OEA, una resolución de la ONU, armas de cetrería (halcones que vuelan), un cerco o embargo para obligar... ¡Hummm! “En fin, muchacho, si te adoptamos como nuestro hijo de puta, de cualquier modo te haremos triunfar.”
Pero lo que no le dijeron los gringos fue que, si la ocasión se presentaba “preciosa” para sumir a Venezuela en un caos presidencial con su muerte, lo podrían matar. Porque así es el cuento: como entre el amor y el odio, poco trecho ha de haber entre el héroe y la muerte. Además, humana razón, los signos brillan con intensidad: ¿qué tan grande diferencia puede haber entre que Capri desaparezca voluntariamente del entarimado electoral presente (al renunciar) y que lo desaparezcan con ardid? Además cualquier puede concluir que un boxeador con tan brillante faja de derrotas es poco promisorio.
Nunca como ahora se presenta la oportunidad de utilizar la fatuidad de un pobre tonto, experto en derrotas y en ansiedad de victoria, para cegarlo respecto de su propia desgracia. Maquiavelo susurrándole su vale-todo allende fronteras: “Ganarás, Capri, y ganaremos.”
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