jueves, 2 de julio de 2015

DEPRESIÓN POST VOTO (1/5)

Un conocido opositor que tengo dejó de hablarme después de los resultados de las elecciones primarias del Partido Socialista Unido de Venezuela.  ¡Más de 3 millones de votos barrieron sus expectativas como esperanza para deponer a la Revolución Bolivariana!
─Es trampa ─le decía al vendedor del quiosco, deteniéndome un momento antes de abrir la reja que da a la calle─.  Tienen todo el aparato para inventar cifras:  CNE, Miraflores y el mismo partido.  Arreglaron fotos y cifras.  ¡Pura basura, hermano!  Controlan, además, la INTERNET.
─¡Ya va, ya va, doc! ─le contenía el quiosquero─.  ¿Y el gentío en los puntos de votación?
─Pana, eran los mismos de siempre, los mismos uniformados rojos tarifados que salieron a las siete de la mañana y permanecieron allí hasta la medianoche simulando una cola.  ¡A mí no me engañan!  ¡Por eso mandaban a fotografiarse hasta en la sopa para crear su realidad virtual.
Como dije, es un conocido, que vive en el edificio del lado.  No amigo, como nunca lo sería de un Pedro Carmona Estanga o un Leopoldo López, exabruptos a la moral y la ética.  Gustaba de soñar con derrocar a Maduro, desearle la muerte, apoyar invasiones extranjeras, lanzar pestes contra el comandante Hugo Chávez, apoyar la guarimba y la guerra económica.  Abominable criatura política que, como perro callejero, provoca recogerlo e internarlo en una jaula de conciencia.
─Sin duda ─le decía siempre a mi esposa─, hay libertad de expresión, pero no deja de parecer un delito que una persona a cada rato ande invocando demonios contra el país que habita, como que invadan los gringos o maten al presidente, por más opositor que se sea.  ¿No crees que sea traición de lesa patria, traición que queda impune en el anecdotario de las calles?
─¡Pues, ignóralo y mantén tu salud política del día intacta! ─solía responderme, sabiendo que era a primera hora del día que lo veía.
─¿Cómo hacer eso? ─le replicaba yo─.  Un revolucionario no excusa su condición política, ni evade; por el contrario, debe entrar en la diatriba e intentar darle luz a quien a oscuras de conciencia lanza piedras al vacío.  Además, el doctor (es médico) gusta de comprar el periódico justo frente al edificio y parece su intención esperarme para verter sobre mi humanidad su ya cotidiano ácido corrosivo.  ─Porque ocurría que, por más razonables argumentos que le plantease, por ejemplo respecto de la guerra económica, él suponía que los desmontaba todo con frases lacónicas  y mordaces (sus piedras) como "¡No hay leche!", "No hay papel!" o "No hay azúcar ni arroz", mirándome con cara de triunfador contundente.
Cuando sonó el clic de la cerradura, abriendo yo la puerta para salir a la calle, desde su periódico giró rápidamente la cabeza hacia mi persona, descubriendo en ella una infinita complacencia, de esas que una persona agua-fiestas suele ensayar cuando entra en acción.  Me esperaba, a no dudar, como todos los días, pero entonces con mayor ansiedad.
─¿Cómo va, Dr.?, ¿cómo está ése ánimo? ─le dije afablemente.
Y entonces la enfiló contra mí con el mismo discurso que ya le había oído soltar al quiosquero.  Pero he acá la razón por la que dejó de hablarme, que no explico al principio de este relato.  Ocurrió que,  primero, su rostro blanquecino se tornó rojo encendido a medida que esgrimía sus irraciocinios, aguijándose paulatinamente con el contenido de sus propias palabras, como si ellas fueran ubres que destilasen rabia, ofuscación, indignidad, cruel descripción de una insoportable realidad.
─¡Calme, calme, doc!... ─debió aconsejarle el vendedor, mirándolo como si fuese una inminente bomba de carne.
─Pero…, ¿cómo, señor?, cómo callar semejante…?
Segundo, su rostro se contrajo en involuntarios movimientos que progresivamente lo minaron por completo, dando como resultado una severa parálisis facial que apenas le permitió farfullar ininteligibles vocablos desde una boca torcida.
El quiosquero y yo rápidamente lo auxiliamos.  Lo sentamos y le dimos agua a beber, pidiéndole que se relajara porque al parecer había sido víctima de un ataque que le dejaba el rostro desfigurado.  Pero él seguía mirándome con odio, apretando mi muñeca con significativa presión, como si no le importase lo que le acabábamos de comunicarle sobre su salud.
Cuando finalmente se tranquilizó, sentado en su silla, tomando un agua que se le escurría por la comisura de los labios, mientras otros llamaban a su familia, siempre mirándome aunque con menos encono, lo comprendí, leí lo que detrás de sus ahora paralíticas facciones rebullía en su alma.  Su mirada decía, rogaba, gritaba, cómo que es que en pleno apogeo de la guerra económica, cuando nada de primera mano se consigue (porque lo esconden) y todo el mundo hace cola para comprar, vengan unos chavistas hijos de puta a seguir haciendo colas para votar ¡pero para votar por millones!  ¡Eso lo comprendí de plano en su mirada furiosa y derrotada!
─Dr. Pancho ─le dije sin poderme contener, teniendo el cuidado de que no me oyera el quiosquero─, usted y su ataque es figura de lo que en este país ya no es ni será más nunca.  La decadencia.  Usted se fue, Dr. Pancho, ya pasó, como todos sus compinches y época de la indignidad.  Y, sí, a nosotros los chavistas no nos arredran las colas porque sabemos lo que hay detrás.  Es más, las hacemos con gusto, hombre, las hacemos por el pan, por la leche, por los huevos, por la vida…, ¡para votar!..., para que más le duela.  Sabemos que nuestro premio es la posteridad, vencedora del pasado y de gente como su persona.
Después de lo cual, luego que llegaron sus parientes, me dejé caer por la avenida Baralt, rumbo al mercado, no sin cierta molestia conmigo mismo por haberme aprovechado de un momento de paralítico silencio para decirle las cosas a una especie de animal salvaje que nunca permitía hablar serenamente, menos oír, transido de interminables graznidos o gruñidos.

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Oscar J. Camero / Sígueme en @animalpolis / Más: Perfil Google

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