sábado, 1 de julio de 2017

PIROMANÍA LIBERTARIA

[A una conocida llamada María, cuasi jubilada ministerial]

Conmovido hasta la taquicardia por las acciones heroicas de sus correligionarios con la quema de cincuenta toneladas de alimentos en Lecherías, estado Anzoátegui, el opositor gritó de júbilo frente a la pantalla de la INTERNET.  Concretamente en el momento no halló qué hacer, limitado como estaba entre su solitario apartamento, oyendo menguar su propio eco de guerra.  Un par de lágrimas asomaron desde sus ojos y, después de un rato mirar vago entre su doméstica soledad, giró rápidamente su cabeza buscando expansivo espacio para su pasión libertaria.   ¡Debía salir, apoyar la lucha democrática de algún modo, celebrar, contagiar, replicar, descargar!...   ¡Esos cuates pirómanos del estado Anzoátegui merecían como mínimo la Condecoración George Washington por la Libertad, si la misma pudieran entregarlas esas fundaciones u ONG magníficas tipo Milton Fiedman o Albert Einstein!

Cerró su laptop Canaima y corrió a la ventana a otear el exterior.  Tuvo la certeza de que nadie se había enterado aún a juzgar por la tranquilidad del día que empezaba.  Era viernes y la incursión había tenido lugar durante la medianoche, según él se levantó, se cepilló los dientes y, ¡pum!, lo iluminó la noticia en Twitter y el WhatsApp de sus amigos. Las llamaradas del incendio quemaban su rostro, comunicándole el furor de la hazaña acometida.  ¡Magno, magno!  No se podía comprender por qué tanta quietud capitalina.  Se lanzó por las escaleras desde su piso diez, sin paciencia para esperar el ascensor, consolándose por el camino con la idea de que a lo mejor él era el primero que se enteraba de la cosa en Caracas, considerando, además, que era muy temprano y la ciudad calentaba los motores. ¡Tenía que salir!

Pero al saltar al exterior, a la avenida de La Castellana donde vivía, lo recibieron bocanadas de aire frío procedentes de El Ávila.  El panorama estaba desierto y apenas circulaban vehículos.  El sol se medio adivinaba a través de la copa de los viejos árboles.  La abulia generalizada empañó con sus gélidas gotas el cristal que envolvía su apasionado corazón antichavista.  Despechado, se resistió a la realidad; gritó solitariamente "¡Abajo Maduro!" y se regresó excitado hasta su piso, maquinando replicar de algún modo la lucha que desarrollaban esos guerreros encomiables del oriente venezolano.  ¡Si todo el país luchaba!...  ¡No se podía tolerar el silencio, mucho menos tanto frío!

Reunió todas las cajas CLAP que había recibido de su trabajo, sacándole previamente los alimentos a cada una, desdoblándolas y formando una especie de libro de cartón gigante de veinte gruesas páginas.  Las cargó sobre su hombro.  Bajo nuevamente.  Se dirigió a la plaza La Castellana.  Las apiló en un espacio despejado y les prendió fuego, gritando entusiastamente "¡Fuera Maduro!", "¡Abajo el régimen!".  Unas cinco personas se acercaron, vecinos que se dirigían a sus labores.  Él los puso al tanto de la situación, de los montones de leche en polvo, arroz, harinas, aceites, pastas y leguminosas quemados; de su horror por esos muertos de hambre que comían gratis, de su pasión, de su ardor por la democracia y la libertad, y los invitó a gritar; pero se fueron, dejándolo a solas con su nervio y su fantasía de incendiar a Venezuela completa.

Gritó un rato más hasta que, decepcionado, miró la hora y se convenció de que era viernes, que debía ir a trabajar al centro de Caracas, a la hórrida oficina ministerial de sus tormentos.  Cuando partía, un oficial de la Policía de Chacao le sugirió que limpiase sus escombros y él, sin poderlo creer, quiso decirle que eran cenizas de lucha, de liberación… Pero se rindió finalmente ante la mirada estúpida del guardia.  Recogió sus desechos, subió en su ascensor, se bañó, se vistió, verificó debidamente su carné bolivariano de trabajo y, ya conduciendo su camioneta Chery por la avenida Boyacá, soñó bravíamente con algún día detonar las instalaciones de la edificación gubernamental donde le trabajaba al régimen.

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