miércoles, 4 de abril de 2018

REGRESO AL PAÍS ROJO ROJITO

El 2018 amaneció bajo un cielo rojo.  Era medio octubre de 2017 cuando a él se le fue la luz, el alma, la esperanza perdida en medio de un país espantoso e ininteligible.  Había participado en la quema de veintiocho chaburros, perdiendo casi la vida en esos brincos guarimberos sobre las autopistas de Caracas, y ahora el universo le pagaba así, amaneciendo de color rojo su patria, luego de perder en elecciones malditas más de 300 municipios y 20 gobernaciones.  Un país incomprensible, sin dudas.

─Mientras más hambre pasa el pueblo, más elecciones ganan estos hijos de puta ─se dijo con una rabieta callada e infinita.

Cuando él se enteró que el chavismo había barrido el mapa político de Venezuela, allá en 2017, perdió la fe allí mismo sobre su cama de las desgracias.  Había caído en una especie de coma emotivo, político, no queriendo saber más nada de nada.  Sólo dormir.  Descansar.  Comprender. 

En vano oyó las palabras conmovidas de su madre aterrada, quien le explicaba desde su perspectiva de mujer quejumbrosa e inútil que así era la política, la vida, las cosas.   ¡Una mierda!  Se hundió suavemente en un foso acolchado de tinieblas protectoras, lejos del mundo implacable, con deseos de jamás regresar.  Y así se perdió las navidades y los días que se suponen felices en un país feliz.

Y ahora despertaba, el año avanzado hasta el mes de abril, como una burla de la vida y la muerte, los músculos carcomidos por la inacción, en rehabilitación en una clínica por cierto pagado por los mismos chaburros, sólo para enterarse que ahora se encimaban unas elecciones presidenciales.

¡Insólito es el cinismo de la vida!

En un país donde los chavistas son unos cuatro pelabolas el mundo sigue contemplando cómo los coños de sus madres siguen  ganando elecciones.  ¡Y ahora proclaman las presidenciales!

Sintió náuseas.  El piso varias veces se le revolvió, como si se burlara, queriéndolo dejar solo.  La luz se le hizo roja cuando levantó la vista y tuvo que sentarse de nuevo para no caer sobre el frío concreto de un piso de clínica.  ¡El país rojo, su vista roja y hasta su propia sangre jugándole una de las peores bromas!

El doctor le había diagnosticado trastorno de la personalidad por evitación, recomendándole tomar unas pastillas cuando sintiese que la cabeza se le aglomeraba con ideas inmanejables e indigestas, como justo ahora parecía apuntarse para una explosión.  Le advirtió que no se resistiera porque las consecuencias podrían ser lamentables, repetitivas, hasta fatales, y que para hasta el más tenue de los casos los músculos de su cuerpo ya había perdido bastante tono como para ponerlos de nuevo a prueba.

Se calmó.  Tragó la repulsiva pastilla.    Pensó en su madre, su única conexión con la calle, y sintió deseos de que le hablasen de política.  Quería saber, vivir, comunicarse.  A hurtadillas había leído lo de las elecciones en un periódico en la  basura, por cierto del mismo doctor Pierluissi, noticias que, ¡ah malaya!, ordenó prohibirle como parte de la terapia.

Sufría.  Sabía que afuera el mundo estaba en calma, su oposición querida aplastada, un idiota fungiendo como abanderado contra el régimen, mientras el chavismo con pie de acero avanzaba hacia el triunfo.  Es decir, sentía que él, un arduo guarimbero de 2017, hacía falta para reavivar las calles venezolanas.

Pero el doctor le había dicho que tuviese cuidado; que se calmara, que aprendiese a respirar profundo, a contar los latidos de su corazón.

Pero no se pudo controlar.  Se levantó.  Afincó sus manos firmes sobre la andadera y empezó a rodar, caminando lentamente, buscando con quien chocar por las inmediaciones del ancho piso psiquiátrico. Ardía en deseos por contarle a alguien que su coma reciente era un acto equivalente a la fuga de millones de jóvenes desde una patria monstruosa.  Tenía que gritar que todo el país sufría del trastorno evasivo de realidades, que todos estaban dormidos y que los únicos que andaban despiertos, adueñados dela patria, eran los micos chavistas.

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