No queda otra opción, sino la soledad, como diría un poeta. Pero no es una queja, como muchos insinúan pintar cuando dicen que EEUU descuidó su agenda en América Latina y por eso es que hay revoluciones por estos lares; es, por el contrario, una certificación de realidad, de que el supuesto “descuido” puede no ser tal, sino el efecto de una creciente toma de conciencia nacional-social (con el permiso de la expresión) que se disparó en nuestros países de tanto no aguantar precisamente “tanta atención” procedente de la tan conocida matriz imperial, capitalista y neoliberal que son los EEUU, resumida actitud extensible a cuanto país extranjero nos haya visto con esos neocoloniales ojos que descubren graneros del mundo por doquier, surtidores coloniales infinitos para sus economías o “patios traseros” para sus grandes posaderas.
Y conciencia de cualquier modo que haya dado a luz la propuesta revolucionaria de atendernos a nosotros mismos, sin importar lo que diga cuanta mentalidad sumisa intente detractar los rebrotes de autonomía con los argumentos consabidos de la dependencia obligada, si es que quiere aspirar al desarrollo. ¡Puras pamplinas! Se hartaron los reyes europeos de explotar a sus pueblos hasta que estos, no pudiendo ya comer para paliar sus necesidades, se alzaron en armas por su derecho también a la vida. Se alzaron en revolución, para decirlo de otro modo, y no una vez, sino muchas, para decirlo, además, con más convicción.
Y hay que decir que había por allí –¿cómo no?- mucha idea ilustrada, tanta reinterpretación de conceptos libertarios de los antiguos, nociones en general que proponían un mundo para todos, hablando de igualdad, y un libre albedrío, hablando de libertad. Pero la idea por sí sola no arraiga, como sabemos, si no tiene ese macetero que es el ser humano con su universo de necesidades, combustible final de cualquier revolución verdadera. Es la gente, los pueblos, las masas, con sus deficiencias y necesidades, y su percepción de injusticias, que se hace gran alumna de una idea libertaria. Y por ello es que toda revolución es víscera primero antes que idea, a menos que queramos obviar que un soporte animal –de carne y hueso- nos sostiene como seres humanos. El platonismo es una noción que cala luego, sumando su ejército de grandes ideales al combate.
Sin cuidado habrá de tenernos el argumento que presenta a los poderosos –siempre una minoría- como los agentes de cambio en el mundo. Siempre requerirán de las masas, aunque no más sea para recordar a qué especie pertenecen –se dira-. Y aun en el supuesto de que llegasen a suprimir –mágicamente- a todo ese conglomerado de débiles que presuntamente son los pueblos –esos bichos que se alzan en revolución-, siempre entre sí habrá poderosos más débiles que otros, surgiendo sin remedio, eternamente, la noción “pueblo” entre filas propias.
De manera que habrá de importarnos un comino que haya sido la miseria y la explotación arraigadas el germen responsable de tantos despertares en América Latina. ¿Qué demonios puede importar que mil idiotas lacayos salten a la luz pública insultando a sus pueblos con ignorancia y falta de compostura si la nueva actitud de las masas, en virtud de sus necesidades, cada día va comprendiendo que ha sido vilmente engañada y que no hay pobreza sino exclusivamente para ella? ¿De cuál bendita universidad de las “luces” se nos habla? Así las cosas, con el pueblo latinoamericano desplegado en el aula de las calles (como es la presunción hoy día), es cuando la idea y el conocimiento han de intentar normar las acciones y canalizar los afectos. Es lo que se conoce como el “trabajo” revolucionario.
¿Qué habrá de importarnos que hayan intentado “despojarnos” de nuestros valores e historia, si de pronto, en virtud del despertar generalizado y la percepción descomunal de la injusticia inveterada, descubrimos que los tenemos y pueden, de facto, definirnos e identificarnos en el combate? ¡Que prediquen los mil lacayos el olvido de su propia historia, pero que se marchen también hacia sus futuros soñados! Nos necesitamos a nosostros mismos.
“[…] pero jamás se deje de rematar que sí, que estamos en revolución generalizada, proponiéndonos nuestro propio ser, nuestra propia soledad redentora, nuestra propia atención, nuestra propia alternativa y autosuficiencia, nuestro propio destino, independiente de tanto “amigo” que nos dispensa con la prosperidad de lidiar hasta por un mendrugo de pan.”
En consecuencia, no es una desgracia en modo alguno “descubrir” que nuestros pueblos están solos o “descuidados” de la agenda de países como los EEUU, sistemático explotador de pueblos, réplica eterna de cualquier imperio y futuro soñado de tanto lacayo, cipayo o pitiyanqui, como es uso al momento definirlos. Para tan buena compañía, es preferible la soledad, y rectifíquese aquí lo que quiso decir el poeta: soledad es encuentro con el alma, identificación consigo mismo, recogimiento, atención propia. Y rectifíquese también lo que es una revolución genuina, al menos para América Latina: la mirada histórica hacia el interior, hacia lo propio, lo nuestro, lo nato, lo ser humano que somos con todo y nuestras mil historias de fracturas y diversidades. Nosotros primero, deduciendo de esta noción egoísta la capacidad de unión y autosuficiencia que habremos de desplegar para ayudar a otros posteriormente. Simple principio animal de supervivencia, lo cual no tiene que parecer un delito. Egoísmo y revolución pueden ser sinonimias en tanto derecho a la vida.
Porque cansados estamos de ser países de hecho, confeccionados a la medida del uso imperial. Sencillas colonias surtidoras o almacenadoras de recursos potenciales. Y potencias en sí –¡cómo no!-, en la medida en que nos atragantemos con nuestros propios recursos naturales o geoestratégicos, en nada aprovechables para uso propio, aunque sí para otros. Como reza el mandato del lacayo: el progreso esta en el norte, lo contrario al sur, pues, a nosotros mismos, a nuestro ensimismamiento redentor. Sea, en fin, Argentina la potencia alimentaria para otros, pero no para su propio pueblo; sea Venezuela el antro social para los suyos pero mar de hidrocarburos para otros mundos; sea Chile la mina de todos, sin propiedad de sí misma. Séase cualquier calamidad, menos lo que se puede y debe ser.
Para compañías así, que nos hagan obviar a nosotros mismos, es mejor la soledad, dado que un amigo así pareciera comportar una propuesta de erradicación vital. ¿Quién lo quiere? ¿Cuánto puede mortificar el descuido de su “amistad”, como se queja tanta mentalidad vasalla a la hora de explicar por qué en América Latina existe tanta retoma propia de conciencia histórica, digamos que como en los viejos tiempos de las guerras patrias?
De forma que no tiene que existir ningún escrúpulo a la hora de dejar sentado que la revolución se viene por los caminos motivacionales de la miseria y la injusticia. O de la explotación. Dígase, en fin, que la ola de cambios que se experimenta en Venezuela y en la América Latina toda tiene su germen de expresión en el llamado “Guarenazo” vivido en Venezuela, por poner un ejemplo y para seguir con esa tradición “que Caracas dio”, aunque Guarenas no quede en Caracas ni Caracas sea América completa; afírmese sin ningún rubor ante el lacayo erudito que es cierto, que el país –como la América del Sur completa- es pobre, subdesarrollado, en nada parecido a los “grandes” países del mundo amados tanto por él y que han cimentado su riqueza sobre la sangre de los otros; que es una sarta de hambrientos y saqueadores cuya gente ha tenido históricamente que robar para comer, incapaz siquiera de pagar el valor de un transporte público, y, de paso, en nada parecida a los pudientes ciudadanos de la vieja Europa, por mencionar el lugar del planeta de mayor afición a gusto.
Dígase hasta con orgullo todo lo que no quiera oír el bendito erudito con sus teorías occidentales de la autoestima (ser otro y no uno mismo), el progreso (EEUU es el primer mundo) y el glamour (la imitación es un encanto), pero jamás se deje de rematar que sí, que estamos en revolución generalizada, proponiéndonos nuestro propio ser, nuestra propia soledad redentora, nuestra propia atención, nuestra propia alternativa y autosuficiencia, nuestro propio destino, independiente de tanto “amigo” que nos dispensa con la prosperidad de lidiar hasta por un mendrugo de pan. En este sentido, un solo latinoamericano que se preocupe por sí mismo, primero, es hondamente revolucionario. Demasiado tiempo nos han hecho amar a un prójimo impuesto, y no parece ni natural ni correcto que se extinga la llama propia en aras de la fortaleza de otras extranjeras fogatas. Tal situación comporta, ni más ni menos, una cultura de la miseria y la muerte, y no puede ser ni ética ni moralmente aceptable que se ice como una bandera de la prosperidad y progreso para ningún pueblo de la Tierra.
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