Probablemente sea Obama uno de los más “desgraciados” presidentes de los EEUU, atendiendo a la literalidad semántica del término, esto es, impedido en su desarrollo, estropeado en su naturaleza, despojado…
Quizás no sólo de los EEUU, en tanto figura gobernante del país que funge como el imperio de la época, con ramales de poder por doquier, necesariamente con una mayor proyección histórica y universal.
Tal vez lo sea en mucho de tantos tiempos y lugares, como tantas figuras del pasado a la cabeza de viejos y no tan viejos imperios que han alimentado la Historia de la humanidad. Si habláramos del líder de un pequeño país del África o Suramérica, por citar, deliberadamente, zonas de “bajo” desarrollo, es decir, de gran anonimato, la cosa no tendría gran repercusión. ¿A quién demonios le puede interesar el estado de impedimento o desgracia de un presidente de esas áreas? (Bueno, la cosa cambia; por ejemplo, Hugo Chávez es uno de los presidente de “esas áreas” y no es figura tan anónima que digamos).
Pero hablamos de Obama, el actual presidente de los EEUU, un país con disfraz de república y democracia, sumido al momento en una galopante crisis financiera, esencialmente imperialista, aunque formalmente manipulador de su propia imagen. Ya ustedes saben: los salvadores del mundo, los correctores, los policías, la fuerza del bien, los demócratas, la Libertad, los derechos humanos, el progreso, el entendimiento; nociones todas que le acreditan como licencia para interferir en cualquier sitio, cuando los hechos no empiecen a desarrollarse en acuerdo con sus intereses. Todo, menos lo real, imperio injerencista.
A nadie se le oculta la fruición con que sus mismos políticos y analistas se autodenominan “el país más poderoso de la Tierra”, a la hora de pintar sus campañas políticas, sus propuestas, sus ciudadanos, sus empresarios, su gentilicio, su peso específico en el mundo, su fuerza militar (sobremanera), amén la tecnología. Tanto es así que parecieran más bien querer insinuar que son el fundamento de la actual vida, con contornos casi apocalípticos en todas las materias, como si la dichosa frase la hubiesen arrancado de las páginas mismas de las Sagradas Escrituras, de sus Revelaciones, para ser más preciso. Como si se dijera, en fin, que tocar a los EEUU es alterar el “orden de cosas” del Cosmos. Ni uno ni dos jinetes apocalípticos; un ejército.
Bueno, Obama es el presidente de ese lugar tan recargado de fuerzas y semántica histórica, del mismo modo como en el pasado hubo tantos “jefes de gobierno”, reyes o emperadores de cuanto país se ha hecho con las riendas de influencia en el mundo. Háblese del “pequeño” David israelita, de quien nadie podría imaginarse regiría “grandemente” los destinos de su pueblo; háblese del descomunal César o dubitativo Claudio, el primero asesinado por su desmedido esplendor de poder, incapaz de acoplarse a las exigencias del “sistema”, así como el segundo por lo contrario, por disimularse nada soberbio ni codicioso, cauto hasta para tomar agua, antítesis de lo que le convenía a la Roma imperial en liderazgo; háblese del emperador Luis XIV, el mismo que se acostaba sabiendo que le pertenecía lo que alumbraba o no el sol mientras él dormía.
Pero ¿por qué la desgracia, si se habla precisamente de un pasado y unas figuras de la magnificencia histórica imperial? Simplemente por ello mismo, por eso de que la “nobleza obliga”, sobre cuyo concepto se erige lo que tiene un paradigma humano como sistema y se sacrifica lo que tiene una persona como humano. Más simple aun: fue elegido bajo los dinteles de la esperanza y la sencillez, pero está enclavado en el engranaje implacable, despersonalizado y casi inhumano de la maquinaria imperial. No hay más salidas.
Su trabajo es “ser” aquello para lo cual su pueblo no lo eligió, esto es, una figura atípica del poder para salvar al poder mismo y continuar espoleando la estupidez de un pueblo que, como se vea, le dijo “ni tan tontos” a la hora de elegirlo. “Hemos visto, sabemos algo de no-democracia”. De modo que Obama se halla en ese callejón shakespereano de responder a esa inteligencia y sentimiento que lo eligieron o responder a esa burda maquinación que lo puso allí para que votasen por él y salvase luego el sistema de cosas del imperio.
Porque Barack Obama es esa “diferencia” elegida, puesta en el poder con el mandato de cambio, y al mismo tiempo puesta en el poder con el mandato de no-cambio y, por agregadura, de recuperación de la fuerza perdida. Y negro electo por ello mismo, porque encarna el desplome de un sistema de cosas “blanco” y porque el poder imperante, el sistema tras bastidores, es tan celoso de su casta y raza que al cálculo le convino sacrificar a un negro como a un cordero, también de color negro.
Fijaos: si Obama fracasa y deja caer el sistema de los “blanquitos” (esto es, no rescatándoles su feneciente poder aunque sea a despecho de la voluntad popular) será por negro, y si por otro lado le falla a la voluntad popular que lo eligió, es decir, no cumple el mandato a lo Robin Hood de quitarle al potentado para darle al más débil, será también por lo mismo, por lo que de paradigma tiene un estigma, negro en este caso, sumiso esclavo de los tiempos, incapaz de sostener un ideal elevado, prototipo de la miseria moral y el caos. Un hombre vendido, pues, como desde pasados tiempos en el Congo se inició el negocio.
A Claudio lo odiaba el Senado por atípico, por su apariencia lerda, por sus taras físicas y tartamudez; y a César, por lo contrario: hombre de armas, sensual e intelectual, aunque en este último sentido el primero no era nada tonto. De forma que, deslizándonos sobre esta rápida simpleza, concluimos que no es el Hombre en su dimensión personal lo que le conviene al poder, sino el Sistema, en tanto monolítico engranaje, lo que a sí mismo se basta. Con el permiso de la imagen, y la disculpa misma de Obama, muy fácilmente podría decirse que un gato o alienígena podría ser presidente de los EEUU si tiene el doblez o la inteligencia suficientes para ser objeto manipulable de los tentáculos poderosos de la clase plutocrática estadounidense. Tal no sería problema al arte publicitario, que con toda seguridad habría de encargarse de presentar como normal lo contrario.
“Porque Barack Obama es esa “diferencia” elegida, puesta en el poder con el mandato de cambio, y al mismo tiempo puesta en el poder con el mandato de no-cambio y, por agregadura, de recuperación de la fuerza perdida.”
Ya en un pasado a un becerro de oro se le sacrificaron innumerables corderos para obtener su favor, y fue el dichoso becerro de oro, mientras el otro dios estaba perdido en el desierto, centro de atención y poder del pueblo, o del nuevo sistema que lo rigió en el ínterin. Porque es la imagen o una idea poderosa lo que se utiliza para sostener los formatos del poder; que se sea humana, animal, negra o blanca, es una incidencia del discurso de los tiempos.
He allí el drama obamano: el hombre de la crisis pintado de negro por la derecha política estadounidense para confundir a las masas, para despistar, para buscar un respiro, para generar un caos epistemológico, para protegerse y, al final de las cuentas, salir ilesos como paradigmas si el sistema de valores de poder norteamericano se hunde. No es loco pensar que después del descalabro volviesen los negros a ser perseguidos como responsables de la crisis, y los nacionalistas, los blancos, los procedentes de la vieja Inglaterra, asumiesen nuevamente el protagonismo de “sanear” el país con la implementación de draconianas medidas de excepción.
Mientras tanto, el drama particular del “negro”, el hombre amarrado por el poder para servirle, con independencia de lo que piense o idealice, importa un comino. Ya en el pasado Abraham Lincoln y John Fitzgerald Kennedy pagaron el precio de la diferencia, de cesar por un momento en complacer a la maquinaria del poder, cuanto más Obama, negro y diferente en lo formal arraigado, imperdonable si incurriese en comprometer las esencias. Usted seguramente ya ha tenido tiempo para pensar en los frescos precedentes del hoy presidente de los EEUU: Colin Powell y Condelezza Rice, el primero silenciado cuando precisamente empezó a perfilarse como hombre de poder (no era su hora) y la segunda convertida en uno de los perros más agresivos que ha diseñado el sistema para custodiar sus intereses. El poder blanco estadounidense, el sistema imperial, el estatus de valores, el paradigma, no tolera protagonismo no autorizados ni bolígrafos de colores que no manchen la superficie a escribir con otra sustancia que no sea la blanca.
Fiesta hubo en un lugar africano de donde procede la familia paterna de Obama; expectativa en el Medio Oriente, en Rusia, en América Latina… Ganaba las elecciones en “el país más poderoso de la tierra” un hombre estigmatizado por su condición y raza, exponente como sea de esas viejas cicatrices que dejó la historia reciente de la discriminación mundial. Pero usted y yo sabemos que el imperio manda e impone, importando poco lo que un maniquí piense. Es un sistema, un viejo modelo de la opresión arraigado, una pieza de relojería para el control humano, poder de la plutocracia, cuatro o cinco familias desmedidamente millonarias (con ideales ellas) mandando, suerte de Estado personal o de clan familiar entronizado en el Estado político y fraudulentamente democrático que comporta el gobierno de los EEUU.
De hecho, hay autores que afirman que aguas adentro hubo un golpe de Estado en el país, durante la reciente época de George W. Bush, por el hecho de estar favoreciendo el presidente más impopular de todos los tiempos a grupos comandos mercenarios por encima del negocio que, en tinta y papel, ha de corresponderle a los militares: la guerra. El llamado clan nacionalista habría tomado las riendas del poder político (ese leve matiz de la diferencia entre los potentados estadounidenses), destituido al entonces Secretario de Defensa e impuesto a un hombre como Robert Gates como centro de la fuerza y el poder. Como si hubiesen avizorado el porvenir.
De forma que el “negrito” Obama devendría en ser algo mucho más severo a lo que venimos argumentando en el este escrito, es decir, que más allá de ser el convencional presidente atenazado por los alambres formales del poder, es un figura secuestrada por los militares, tanto cuanto más su perfil escapa a la matización del paradigma: negro ejerciendo el poder de los blanco, inevitable exponentes de viejas y olvidables causas de la deshonra moral (racismo, asesinatos, discriminación, explotación, cuantos miles de actos violatorias de la humanidad “negra”, tanto mártir diseminado en el camino de construcción de la “patria”).
Por supuesto, el sistema que secuestra es inteligente y posee el tino de dosificar los atisbos de realidad que den pie a pensar que los EEUU cambian como cofradía de poder imperial: el mismo hecho de albergar ya a un presidente negro es ya una gran muestra. Lo demás de los cambios tiene que rodar sobre ruedas aceitadas. Es capaz de autoinfligirse golpes, pequeñas heridas, aparentes giros de timón que den cobertura a la esperanza de rectificación y cambios. Cualquier superfluo podría racionalizar como señales la fijación de fecha retiro de las tropas en Irak, el desmontaje de la prisión de Guantánamo, el criticismo con las medidas de rescate financiero, la actitud de mayor apertura hacia algunos factores de poder y cambio en el mundo…
Incluso, puede ir más allá y hasta tolerar que a los países “progresistas” les hacen falta hombres al timón de la misma cepa, capaces de comunicar a sus puesto de trabajo los urgidos ideales de la ilustración personal a objeto de humanizar el sitial del poder político del mundo. Ni más ni menos Obama, se dirá. Ni más ni menos con su libertad personal, su capacidad de pensar y ejecutar, según su nación y conciencia.
Pero mucho de ello rueda al piso cuando el tigre imperial, ese de carne y hueso que se esconde detrás del de papel obamano, saca la garra terrible de su fuerza y prepotencia y hace palidecer al triste funcionario norteamericano: si baja la cabeza ante un monarca saudita, como ocurrió hace poco, es porque su pasado servil acude a aflorar sobre su oscura piel; y si estrecha la mano de un líder como la figura de Hugo Chávez, es porque lo legitima, posee la debilidad de identificarse con los propios de su sangre y raza, yendo en sentido contrario al interés rampante de los EEUU, algo así como la preservación del poder tradicional, blanco, trasatlantico, genéticamente imperial, esencialmente plutocrático.
Como si tuviésemos que aforizar en la discusión, para concluir, que ni Obama es libre ni de pasado ni presente, ni los EEUU cambian un carrizo con su ópera bufa de hacerles cambios de piel a su manada de lobos.
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