miércoles, 5 de octubre de 2016

EL TIRANOSAURIO DEMOCRÁTICO DE HOY

El mundo no es tiránico desde el momento en que se le ocurre a alguien decirlo porque siente que no está de acuerdo con sus contenidos; ni desde el momento en que a un gobernante griego se le ocurrió ejercer su voluntad como sistema de gobierno.  El mundo es más viejo y el ser humano posee vísceras desde la noche misma de los genes.

La tiranía ha sido la forma humana de gobierno en todo tiempo, y lo demás ha sido idealismo y consuelo.  Nada en la historia lo desmiente, ni siquiera la religión más inocua.  Tampoco los estados de evolución más primitivos que se conozcan entre los pueblos.  En cualquier caso hay uno o varios que ejercen el poder como uno y como varios, o viceversa, según la necesidad de imposición y de engaño.  En todo caso hay un acuerdo, una convención, una forma de imponer criterios para defender y cultivar la postura de los más poderosos.  Tal sigue siendo el esquema que rige el presente.

Los sumerios, 5 mil años A.C.,  convivieron con seres a quienes llamaron dioses, y a quienes se sometieron en esclavitud en virtud de su poder y presunto creacionismo; con los faraones, 3 mil años A.C., los mismos "dioses" se acomodaron a las nuevas formas que ellos mismos promovían y convinieron en que el poder divino, el gobernante sobre la tierra, provenía del cielo; con Jahveh (quizás el mismo Enlil sumerio) el mundo fue seducido con la idea novedosa y ególatra de que sólo existía una deidad, y en su nombre, para imponer el criterio, perecieron millones de seres humanos; con los griegos, se recogió quizás la última manifestación de aquella otra contraparte de poder competidora, el politeísmo, prolongado bajo la misma convención hasta los romanos imperiales; con el cristianismo la convención se hizo descarada y fanática, y el poder de santos, reyes iluminados o pescadores enviados mató más gente que cualquier otro periódico histórico de la estupidez humana; con los señores feudales y los reyes descendientes de antiguos mitos, se mantenía viva la llama del providencialismo como forma de poder añorante y manipulante.

Ni siquiera una sociedad sin dioses, como la de los caribes del Nuevo Mundo, exceptuados quedaban de formas de acuerdos para someter e imponer criterios, expansionistas y belicistas en su caso.  Las últimas tribus australianas, datadas en su forma de vida como de la época de piedra, simples, pacíficas, tranquilas criaturas que respiran, no adolecen de la ausencia de poder y manipulación en sus códigos de convivencia, distintos, si, pero tiránicos al fin.  Siempre hay una casta detrás con el fuego de la fuerza desde las sombras.  No existe en modo alguno la anarquía en este sentido en ningún caso.  Si algo es palpable, es esta definición tiránica del ser humano.

Definición que con el decurso de la historia se disfraza, se disimula, se maquilla, se acomoda para que el opiómano caiga en la red.  Al presente, cansados de historias, de reyes e iluminados, el hombre contemporáneo se cree libre y hasta anarquista si se lo propone.  Pero con esa misma actitud él ejerce y se convence de lo que es realmente, un tarro de ideas, una criatura de ideas a ser llenado, moldeable por garras poderosas que saben amasar en convención manipuladora desde la parte de atrás de los cortineros.

La sociedad moderna ha acercado a todos con sus comunicaciones y podría ser que nadie se sienta engañado, ignorante, manejado.  Pero es el caso que el mismo recurso que utiliza el hombre para sentirse libre sea su nuevo credo de esclavitud, en este caso los medios de comunicación, el nuevo dios, la nueva convención, el viejo tirano de siempre, desde la noche de los tiempos.  La religión de los medios.

El viejo y nuevo poder detrás que te dice en retahíla que la democracia es el camino, la medición del progreso humano en materia política, y, bueno, demás está decir que de esa grandeza te enteras porque lo comulgas con todo el mundo civilizado a través de los medios divinizados de comunicación.  Si aquella primera idea de modelo político es intocable, no cabe cuestionar siquiera la segunda.

Hay, pues, la tiranía de los medios de comunicación que te recitan que existe lo que debe existir sin haberlo, refiriéndonos a la democracia.  Pero no la hay en el mundo, ni siquiera en el lugar donde se vanaglorian de ello, en los EE.UU., la más "perfecta" de todas, donde el pueblo que vota no elige a sus gobernantes, sino los llamados delegados electorales.

Esta tiranía de los medios, el nuevo lenguaje globalizado del poder, mantiene a raya a las naciones con su chantaje de "democracia, libertad, progreso y derechos humanos", invocando de la humanidad esa innata capacidad de "tarro de las ideas" vacío, susceptible de llenarse con la necesidad de creer.  La nueva convención de dominio de los poderosos sobre lo más pendejos de siempre es la convención de la libertad, la libertad y los benditos medios.

Véase, si no, cómo el sacro poder apoya dictaduras convenientes en el mundo (Arabia Saudita) y como defenestra perfectas democracias de forma y hecho (Venezuela).

Ningún pueblo, libre que se llame, debe dudar en ningún momento en elegir el camino político que desee, personalizado o comunal, para liberarse de las amarras viscosas de estas formas de sujeción.  No existe la democracia en el mundo más que como herramienta de esclavitud y control.  Existe un sueño estúpido que enceguece, el piso que requiere la tiranía del poder para ejercerse con el credo de un millón de homúnculos.   Irán ayer era visto como amenaza nuclear y hoy, que el poder no lo ha podido someter, empieza a ser visto como cabal país con derechos en virtud del trabajo de los medios de lavados de cerebros, que pulen el honor del poder derrotado.

Si es el hecho que la tiranía es inevitable, sea personal o corporativa, es decir, es expresión de la naturaleza humana, y la democracia y la libertad son una mierda de la convención con efectos de dominio, la mejor democracia y progreso que se puede escoger es entonces la que esté sustraída de ese poder y engaño mayores.  Los pueblos, en tanto tarros de ideas, deben ser invitados y conducidos al mal menor, al desamarre, hacia un destino más propio, necesariamente hacia un estado de libertad y felicidad más auténtica, consiguientemente.

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