En elecciones, lo lógico y más frecuente es que votes por tu candidato para llevar la opción de tu preferencia a la victoria. Parece irrefutable: el elector, satisfecho con su líder, con su gestión de trabajo, o con su programa y proyección de gobierno, va y vota, y lo elige o reelige, según sea el caso.
No parece lógico y plausible que el elector lleve a la victoria a su candidato no votando por él, por más que el mundo se vuelva loco y mueva hacia arriba las patas. Por más que se haga apología de ese medieval mítico mundo al revés...
Se vota, el candidato cuantifica el voto y punto.
Pero en política existen los mil y un demonios de las sutilezas que no se manifiestan en el acto simple de escogencia del elector, aunque lo haga sobre dos básicas opciones.
El elector es una materia cargada de infinidad de motivaciones y susceptibilidades al grado tal que uno lo puede medio barruntar por su lado patológico cuando lo observa sufragar, mayormente en medio de situaciones de irregularidad: hay el que se come el papel comprobante del voto, el que escupe, el que golpea la mesa o máquina de votación, el que vocifera o protesta y encuentra dificultad por doquier...
Uno mira y dice: “Bueno, este tipo loco y todo, vino a votar (o a tratar de hacerlo) por el candidato de su locura”
Y hay el que vota tranquilamente, ese cívico animal de ciudad, que es la mayoría. “Votó de modo inexpugnable ─piensa uno─. ¡Quién sabe por quién!”.
Respecto del primer ejemplar, y para el caso concreto de Venezuela, donde se ha desatado una campaña política contra la institución electoral desde el bando político opositor, que repite incansablemente que el Consejo Nacional Electoral (CNE) y el gobierno son una única tramoya, no es difícil entresacar que se trata de un elector opositor. Un enloquecido votante ─se dirá─ de las filas de la oposición que, victima de la guabinosidad del discursos de su dirigencia, cargado de malsania, salió a patear electoralmente al contrario.
Pero en Venezuela (y en el mundo entero, se supone) hay más peculiaridades más allá de la cordura. O mejor dicho, existe una gran peculiaridad en el elector opositor, largamente reflexionada por los analistas sobre el tema. Y es un tema por allí, por los ados de la disociación, de la esquizofrenia, para decirlo ya sin mucho rubor, y para lamentarlo también porque es lo que mayoritariamente parece afectar al grueso del universo opositor venezolano, esté ya compuesto por votantes pateadores de mesas, como se dijo, o también por esas criaturas electoras de aspecto manso que no dejan traslucir su infernal mundo interior de odios y afectos.
Porque tal cosa última es lo que ha enseñado la experiencia, que conduce a meter en el mismo saco a casi todo el mundo opositor venezolano, cívicos votantes o pateadores de mesas: se cansa uno de ver a tanta gente “educada”, representante del sector digamos moderado o culto, expeler el dragontino fuego de la decepción al abrir las fauces, soltando sapos y lagartos contra sus llamados “pat’en el suelo” chavistas, contra los bidentes o recogelatas seguidores de un líder zambo. De modo que uno puede llegar a pensar que el título académico y el cultivo de la inteligencia que el hecho titular presupone se les bajó de la cabeza hacia esa parte del cuerpo donde casi nunca llega el sol; y piensa uno, constructivamente, que para tales criaturitas (y para el país) es de conveniencia permanente no decir palabra para así uno quedarse con la percepción de que existe un sector de la oposición exenta de afecciones psicopáticas. “Calladito te ves mejor”, se dice mucho en Venezuela cuando no se quiere percibir aristas de personalidad abominables.
“sino que vota en contra del otro, situación que se le ofrece menos escatológica al gusto y más patriótica al amor propio, según cultura de su fisiología política”
En fin, la peculiaridad en cuestión es esa locura del mundo al revés mencionada al principio del escrito. El elector opositor venezolano cuando vota no lo hace realmente por su candidato, aunque físicamente lo marque como su elección en las tarjetas, sino que vota en contra del otro, contra Hugo Chávez y el chavismo, para el caso, de modo tan intenso que hasta le parece deseable perforar la máquina con su dedo.
De plano, podría no sonar nada extraordinario, si se considera que el elector escoge entre dos proyectos de país y al votar por el suyo se podría interpretar que elige el menos malo. Pero no, queridos lectores, entre la oposición venezolana el cuento no es así de sano. No se trata simplemente de rechazar al contrario, votando por el suyo propio, sino de una lamentable sensación de vacío e inutilidad al ensayar la escogencia propia.
El elector opositor venezolano, loco de perinola por tanta TV y discurso internacional interventor, pobre, mediano o rico, culto o ignorante, sabe de entrada que su opción es una plasta de ñoña atravesada por un palo que no destaca del suelo respecto de la humanidad y programa de gobierno del candidato contrario; y vota por sí, no obstante, todo resentido, fruncido en su alma, fallido, a sabiendas de que de alguna manera su dedo se embarra sobre la imagen de un candidato inconcluso, castrado, fútil, fatuo e imbécil, sin poder en la mollera y carente de un programa de país que al menos combata mínimamente la emanación nauseabunda.
Entonces, para efectos de autoestima, desarrolla el mecanismo de defensa de imaginarse que al votar por su opción no se embarra el dedo con la propia ñoña (deficiencia, carencia, inutilidad), sino que vota en contra del otro, situación que se le ofrece menos escatológica al gusto y más patriótica al amor propio, según cultura de su fisiología política.
Y así, para finalizar, de tan loco tan loco proceder en el elector venezolano no es difícil concluir lo que no se aguantan estas líneas: que el acto de no valorarse a sí mismo, en su propia idea y condición, votando contra el otro, establece que su sufragio no se emite por amor y obra de lo propio, sino por odio al contrario. Lo cual equivale a decir que la oposición venezolana vota por odio, cosa muy diferente a aquella opción política que, afecta a su propio líder, obra y gestión, vota por convicción, por reconocimiento positivo de la autoestima, por amor.
Tal es la fabulosa condición psíquica del elector opositor venezolano, digase en aproximación, en su perfil habitante de la otredad, entre paredes de un mundo bifocal patas arriba.
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