Había una
vez un país asediado por incontables desaprobaciones y envidias de muchos
otros. Este país, inmensamente rico al grado que las excretas de sus habitantes
se transformaban en oro después varias horas expuestas al sol, se granjeó mortificantes
enemistades por negarse a regalar su riqueza. En un mundo globalizado, con
dueños y lacayos por doquier, ese país se había inventado que sus bendiciones y
dones eran suyos y de nadie más, y que, para acceder a su posesión, era
menester pagarlos o intercambiarlos por otros bienes.
Tales
condiciones, fortuna y tan odioso gentilicio, derivaron en una mesa de guerra,
donde los poderosos le recitaron que el mundo tenía dueños, que estos eran el
motor de las cosas creadas y que, en consecuencia, todos debían cooperar ofreciendo
sus dotes para el cabal funcionamiento. Es decir, en términos políticos y
económicos aproximativos, que la sociedad humana era de naturaleza capitalista
y que su riqueza se obtenía de modo comunista.
Los líderes
de aquel singular país respondieron “¡No!”, que no podían creer que los demás
se creyeran el cuento y que sus tierras y sus tesoros les pertenecían. Que no
era imaginable que no pudiesen existir otras maneras, dignidades... De
inmediato se suscitó la guerra, en la que participaron hasta sus vecinos,
otrora “amigos”.
Al
principio la guerra se desarrolló silenciosamente, mientras los enemigos desde
afueran maquinaban el despojo sin violentar notablemente las apariencias.
Porque el mundo era una sinergia donde todos daban sin chistar y se doblaban con
aquiescencia. ¡Y aquel país, podrido en riquezas ─mascullaban los presuntos amos─,
valía cualquier cautela! Calculadoramente, como doctrina de shock para su
población, decidieron repudiar aquella su riqueza, no aceptándola en ningún
mercado o sistema financiero, obstruyéndola, maldiciéndola, hasta que aquel opulento
pueblo explotara de pobreza.
Puesta la
rueda a rodar, los habitantes de aquella tierra fueron odiados por amigos y enemigos.
Sus vecinos, países hermanos, hinchados
en sus rodillas, no podían digerir semejante discurso de independencia. “Afean
la región”, declararon, “recordándole al progreso primitivas eras”. Entonces los
odiaron con más fuerza, mancomunadamente, y llegaron al extremo de cazarlos
cuando se salían de sus fronteras para esclavizarlos o devorarlos, y así tratar
de comprender tan peculiar gentilicio.
Como a un
secuestrador cuando se hace con sus rehenes, lo cercaron cortándole la
electricidad, el suministro de agua, de alimentos… ¡Y no es que aquel país
hubiera tenido necesidad de tales cosas desde afuera, dado que las poseía en
abundancia, sino que el enemigo penetró a su interior y estropeó sus cauces,
maquinarías e inteligencias de surtimiento! A la táctica la denominaron
sanciones; a la estrategia, libertad.
Así
trascurrieron décadas hasta que lograron quebrantar la unidad de su pueblo,
dividiéndolo en nacionalistas y alienígenas, traidores estos para los primeros y
rastreros esclavos aquellos para los segundos. El enemigo externo, mediante la
siembra del sabotaje y el terror, finalmente había cosechado uno a su
semejanza, pero interno, proveyéndolo hasta de una doctrina: el mundo es una
aldea, los países son bosques con recursos, no hay individualidades, el libre
albedrío es relativo, el poderoso te alimenta y la riqueza de nada sirve si
nadie te la compra.
Sin
embargo, los habitantes de aquella extraña nación hacían gala de gran cultura, se
conocían grandes teorías políticas de convivencia y hasta deletreaban el cuento
del contrato social de Juan Jacobo Rousseau. Junto a sus líderes, demandaron la
protección de su Estado. Y así fue como se proveyó a cada familia del país del
pan y el agua, entregados en las puertas de los hogares, incluyendo a los
alienígenas mismos.
Pero he
aquí donde entraron en combate los extranjeristas. Recibían los alimentos, los
consumían, pero después los satanizaban, denigrando de su calidad, exponiendo
que contenían alimañas, especialmente gorgojos, esos animalillos del pan y las
harinas… Coleópteros, como sus consumidores.
Y fue
cuando se suscitó la inevitable guerra civil, tan soñada desde afuera, silenciosa
ella, de cuarta generación, aquella que se da sin el cruce del sable entre la
carne ni la ballesta. Entonces se decantaron los términos: los comegorgojos,
bichos de la tierra, pasaron a ser llamados patriotas, y traidores los afueristas.
Y fue así cómo se dividieron el país, su modalidad política y sus recursos: los
primeros, autonomistas, como mayoría se proclamaron dueños de las riquezas de sus
tierras, legislándola para la subsistencia propia; los segundos,
extranjerizantes, como minoría poderosa exportaron sus heces, soñando con
diluirse algún día en la libertad del mundo entero.
Los
comegorgojos morían por borrar la vergüenza de que hubiera nativos que vivieran
de su humanidad misma, vendiendo sus viscerales excretas; y los extraterrestres
perdían el sueño por apoderarse completamente de la opulencia patria, aniquilar
tan horripilantes insectos y poder así ofrecer íntegramente su tributo a la omnipotencia
del cosmos.
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