jueves, 5 de septiembre de 2024

ENTRE COMEGORGOJOS Y ALIENÍGENAS (FICCIÓN POLÍTICA)

Había una vez un país asediado por incontables desaprobaciones y envidias de muchos otros. Este país, inmensamente rico al grado que las excretas de sus habitantes se transformaban en oro después varias horas expuestas al sol, se granjeó mortificantes enemistades por negarse a regalar su riqueza. En un mundo globalizado, con dueños y lacayos por doquier, ese país se había inventado que sus bendiciones y dones eran suyos y de nadie más, y que, para acceder a su posesión, era menester pagarlos o intercambiarlos por otros bienes.

Tales condiciones, fortuna y tan odioso gentilicio, derivaron en una mesa de guerra, donde los poderosos le recitaron que el mundo tenía dueños, que estos eran el motor de las cosas creadas y que, en consecuencia, todos debían cooperar ofreciendo sus dotes para el cabal funcionamiento. Es decir, en términos políticos y económicos aproximativos, que la sociedad humana era de naturaleza capitalista y que su riqueza se obtenía de modo comunista.

Los líderes de aquel singular país respondieron “¡No!”, que no podían creer que los demás se creyeran el cuento y que sus tierras y sus tesoros les pertenecían. Que no era imaginable que no pudiesen existir otras maneras, dignidades... De inmediato se suscitó la guerra, en la que participaron hasta sus vecinos, otrora “amigos”.

Al principio la guerra se desarrolló silenciosamente, mientras los enemigos desde afueran maquinaban el despojo sin violentar notablemente las apariencias. Porque el mundo era una sinergia donde todos daban sin chistar y se doblaban con aquiescencia. ¡Y aquel país, podrido en riquezas ─mascullaban los presuntos amos─, valía cualquier cautela! Calculadoramente, como doctrina de shock para su población, decidieron repudiar aquella su riqueza, no aceptándola en ningún mercado o sistema financiero, obstruyéndola, maldiciéndola, hasta que aquel opulento pueblo explotara de pobreza.

Puesta la rueda a rodar, los habitantes de aquella tierra fueron odiados por amigos y enemigos.  Sus vecinos, países hermanos, hinchados en sus rodillas, no podían digerir semejante discurso de independencia. “Afean la región”, declararon, “recordándole al progreso primitivas eras”. Entonces los odiaron con más fuerza, mancomunadamente, y llegaron al extremo de cazarlos cuando se salían de sus fronteras para esclavizarlos o devorarlos, y así tratar de comprender tan peculiar gentilicio.

Como a un secuestrador cuando se hace con sus rehenes, lo cercaron cortándole la electricidad, el suministro de agua, de alimentos… ¡Y no es que aquel país hubiera tenido necesidad de tales cosas desde afuera, dado que las poseía en abundancia, sino que el enemigo penetró a su interior y estropeó sus cauces, maquinarías e inteligencias de surtimiento! A la táctica la denominaron sanciones; a la estrategia, libertad.

Así trascurrieron décadas hasta que lograron quebrantar la unidad de su pueblo, dividiéndolo en nacionalistas y alienígenas, traidores estos para los primeros y rastreros esclavos aquellos para los segundos. El enemigo externo, mediante la siembra del sabotaje y el terror, finalmente había cosechado uno a su semejanza, pero interno, proveyéndolo hasta de una doctrina: el mundo es una aldea, los países son bosques con recursos, no hay individualidades, el libre albedrío es relativo, el poderoso te alimenta y la riqueza de nada sirve si nadie te la compra.

Sin embargo, los habitantes de aquella extraña nación hacían gala de gran cultura, se conocían grandes teorías políticas de convivencia y hasta deletreaban el cuento del contrato social de Juan Jacobo Rousseau. Junto a sus líderes, demandaron la protección de su Estado. Y así fue como se proveyó a cada familia del país del pan y el agua, entregados en las puertas de los hogares, incluyendo a los alienígenas mismos.

Pero he aquí donde entraron en combate los extranjeristas. Recibían los alimentos, los consumían, pero después los satanizaban, denigrando de su calidad, exponiendo que contenían alimañas, especialmente gorgojos, esos animalillos del pan y las harinas… Coleópteros, como sus consumidores.

Y fue cuando se suscitó la inevitable guerra civil, tan soñada desde afuera, silenciosa ella, de cuarta generación, aquella que se da sin el cruce del sable entre la carne ni la ballesta. Entonces se decantaron los términos: los comegorgojos, bichos de la tierra, pasaron a ser llamados patriotas, y traidores los afueristas. Y fue así cómo se dividieron el país, su modalidad política y sus recursos: los primeros, autonomistas, como mayoría se proclamaron dueños de las riquezas de sus tierras, legislándola para la subsistencia propia; los segundos, extranjerizantes, como minoría poderosa exportaron sus heces, soñando con diluirse algún día en la libertad del mundo entero.

Los comegorgojos morían por borrar la vergüenza de que hubiera nativos que vivieran de su humanidad misma, vendiendo sus viscerales excretas; y los extraterrestres perdían el sueño por apoderarse completamente de la opulencia patria, aniquilar tan horripilantes insectos y poder así ofrecer íntegramente su tributo a la omnipotencia del cosmos.


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