Mientras Chávez y Uribe se reunían en Hato Grande por un lapso de ocho horas, el prócer de la independencia oposicionista de Venezuela se preocupaba mucho más aun. ¡Dios mio, qué está pasando! ¿Que hablarán tanto? Para consentir que Marulanda o Raúl Reyes conversen en territorio Venezolano no es necesario encerrarse tanto. Algo más pueden estar hablando durante tantas horas. La política , especialmente la colombiana, no es para andar confiándose.
Taciturno, mira el techo del apartamento, y no puede evitar un momento de intranquilidad cuando recuerda que Colombia no tuvo escrúpulos nacionalistas para declararse a favor de Inglaterra en el conflicto por Las Malvinas, abandonando a los suyos. Mala cosa -se dice-, son capaces de todo. Aunque rápidamente se tranquiliza cuando piensa en los EEUU: ellos son aliados de Colombia -se recita-, odian a Chávez y me cuidarán. Su reconfortamiento crece cuando se sabe una especie de héroe soterrado de la real sociedad civil venezolana y de los idolatrados EEUU. Sabe a ciencia cierta que si Venezuela mañana fuera invadida y Chávez reducido, él volvería para recoger los laureles adeudados, y jugaría un papel preponderante en la recuperación de la Venezuela del pasado, como bien lo supo hacer durante su breve mandato. Ocuparía su cargo con dignidad bienhechora: restaría una estrella a la bandera, recuperaría el nombre de Venezuela, aboliría la actual constitución de comiquitas, sacaría el retrato de Betancourt del sótano de Miraflores, restablecería la base militar gringa en La Carlota, bajaría el precio del petróleo para los EEUU, firmaría con ellos un TLC, rompería relaciones con Irán, China, Bielorrusia, Cuba, Ecuador, Bolivia y Nicaragua, y sobremanera, pondría nuevamente a esos "tierrúos pata en el suelo" a trabajar tiempo completo para sus amigos de alcurnia y empresarios. Sí, señor, cómo lo haría.
Un moscardón aletea sobre su boca y lo recupera de la ensoñación divina en la que se había abandonado. Enciende de nuevo la TV y constata que el "fenómeno" Chávez tiene alborozada a la sociedad colombiana, y que todavía en las afueras de Hato Grande pululan los periodistas. Decididamente intenta cazar el animalucho con el periódico, pero se escapa hacia el balcón con su sonidito de avión pequeño. Carmona se levanta y va en pos, pero antes de llegar olvida su propósito.
Un pensamiento tenaz se apodera de su cabeza. De repente teme por su seguridad y tiene la certeza de que lo van a entregar al tirano de Chávez. Sí, señor, Venezuela se arriesga mucho y ganaría poco en el intercambio, y no hay que negar que siempre ha existido los premios de consolación para el que no cumpla su cometido. Pero peor: si Venezuela tuviera éxito, siempre habrá la posibilidad de premios, en vez de consolación. Nada alentador.
Carmona pasa su mano por la superficie lisa de su cuero cabelludo. La aparición de la "paisa" en ámbito luminoso del pasillo lo distrae de sus preocupaciones y nuevamente vuelve a la realidad. Pero la contemplación de aquellas sinuosidades tropicales no lo consuelan y, por el contrario, avivan su estado de desconfianza. "Estos colombianos -se dice- no son de fiar. Ya en el pasado se dejaron comprar por los gringos y vía Santander trataron de asesinar a Bolívar" No son de fiar. Se llena de amargura y siente rabia contra ellos, rabia misma que a ratos dispensa también a los otrora aduladores de la oposición venezolana y que ahora no quieren ni recibir sus comunicados. Maldita política.
Dándole la espalda a su compañera, se vuelve hacia el balcón con resignación. Se dice a sí mismo que de todos modos aquel lugar ya no le estaba gustando mucho, porque se la pasaba solo casi todo el tiempo, haciéndole falta su Venezuela. Además, la mesada que le pasan no recompensa circunstancias espléndidas del pasado. ¡Qué pesar, dios mío! ¿Cuándo ira a caer Chávez? ¿A dónde ir?
Furioso, saluda de lejos a su atónita amante, imaginándose un destino residencial terrible: la gusanera de Miami.
Pedro Carmona Estanga se estremece y, sin que lo arredre su condición de hombre práctico de política y negocios, se aventura a definir su sentimiento: sí señor, un frío existencial.
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