jueves, 27 de diciembre de 2007

Tierra y capitalismo o muerte popular


Cuando las masas hambrientas logran articular la oración "Tenemos hambre", de modo coordinado, de tal manera que trascienda como reclamo en el contexto sociopolítico donde sufren su tragedia, entonces, como chispa que busca el incendio, comienzan a oírse muchas voces aquí y allá que ineludiblemente terminan en acciones concretas de cambio, en revolución para ser más preciso, o en la formación de grupos insurgentes a los que no les quedó otra opción ante la sordera de quienes detentan el poder.
Es constante histórica. Francia está llena de ese ejemplo desde la época de las luces para acá, hasta que entró en la forma de vida política republicana. Se habla de la Revolución Francesa como si se tratase de un único hecho histórico, cuando la verdad fue que hubo cuatro o cinco movimientos cabales de revolución, en un sentido pleno de idealismo y doctrina. Durante las monarquías fue el país de los desarrapados, donde el rey y su séquito comían la masa del pan y el pueblo el mendrugo, la pulpa de la fruta y el pueblo la concha, la carne de la res y la gente los huesos. En medio de la ceguera de la omnisciencia, y valga el contrasentido, bajo la condición de ser puesto por la Providencia en el reinado, el rey -por la llamada nobleza- jamás estuvo en aptitud para mirar comprensivamente el dolor de su pueblo. Así estaba determinado por dios y punto.

Es como decir que se daba por natural que las masas sintiesen siempre hambre, así como lógico era también que lo expresasen. De manera que bajo la clásica monarquía que las masas manifiesten sus necesidades era algo así como decir la "vi con mis propios ojos", un soberano pleonasmo. Ello significaba que las masas debían esforzarse por ir más allá de la simple expresión de sus necesidades, más cuanto quienes detentan el poder están formados en la escuela de la providencialidad, esto es, el determinismo, la insensibilidad humana y social, el aristotélico concepto de que se nace para amo o esclavo y luego cada quien a lo suyo. No de otro modo se procura el orden en los Estados; pero no de otro modo, también, se generan las revoluciones en el mundo, y ya sabemos que las monarquías y los imperialismos fueron la madre de los grandes cambios sociales en el mundo.

Rusia en concreto, con la caída de los Romanov, es un ejemplo relativamente reciente. Lo que solió definirse -y suele hoy hacerse en los quistes imperiales que aún quedan por ahí- como un "pueblo noble" no fue más que su disposición a pasar hambre en concordancia con el mandato clasista de la Providencia (rey es rey y pueblo, pueblo) y en contraposición con la fastuosidad y abundancia groseras de las clases dominantes. Pero las repetidas guerras, sediciones y represiones violentas contra las masas coloca en claro que las disposiciones de tipo idealista y filosóficas de los hombres jamás priva de modo espontáneo por encima de las disposiciones de la humana naturaleza, es decir, la naturaleza animal que come, que bebe, que siente miedo y que tiene instintos de conservación que la preserva de la muerte. Ningún sistema monárquico tiene arrestos de justicia en su sentido social y nada cada cae por causa de funestos motivos de prosperidad general.

Pero como todo lo de humano cuño, nada es perfecto. Los movimientos de cambio social (la izquierda, pues, en oposición a monárquicos), las revoluciones jamás fueron perfectas en su sentido ideal. Por más que se cortaran cabezas de reyes como una manera de acabar con el pasado oprobioso, siempre hubo que transigir debido a que los factores en cuestionamiento por sus pueblos mutaron y escondieron instintivamente su naturaleza ofensiva, inoculando los nuevos modelos republicanos con su viejo poderío subyacente. Es lo que se llama la derecha, misma que al paso del tiempo, con su inicial y soterrado poderío hizo valer su fuerza, institucionalizando artera y pacienzudamente, de nuevo, los viejos esquemas que inicialmente habían dado lugar a las transformaciones, desvirtuando el reclamo primero de las masas y el sentido de justicia de una sociedad idealizada. Así, al cabo de la corrosión, tenemos repúblicas con espíritu monárquico y democracias sólo de nombre, donde la derecha reina, el individualismo, el capitalismo deshumanizante es el modelo, y la izquierda, el ideal de libertad e igualdad sociopolíticos, remite a sus momentos originarios, engullida por la historia, también concentrada en pocas manos, como la misma riqueza.

El viejito cuento de los mencheviques intentando desvirtuar el espíritu idealista de la revolución en Rusia en la misma época de Lenin e intentándola acomodar a sus personales y derechistas necesidades, es una clara demostración del gran poder de la derecha que, cuando calla, en aparente reculaje existencial, en realidad lo que hace es atacar y destruir en silencio, para luego formar -cuando se impone- esos "esplendorosos Estados capitalistas", viejas remembranzas del caduco modelo imperial. Aquí en Venezuela, luego del zapatazo que significó Hugo Chávez para poner a la derecha en fuga, los mencheviques han recibido el nombre de "derecha endógena", la famosa Quinta Columna o Caballo de Troya que hace su trabajo en silencio y sin sorpresas, pero que cuando actúa es fulminante.

Desde que la derecha infiltró el inicial proceso de cambios en el mundo y desde que floreció en el formato de las nuevas repúblicas, el sentido de lo providencial, de las castas, de lo exclusivo y hasta de lo azul sanguíneo, no suelta el poder sino a través de formas violentas...


El error histórico de transigir con la derecha, si fuera el hecho que la izquierda que pregona la revolución bolivariana es radical y extrema, está implícito en la propuesta de la oposición venezolana de la llamada "reconciliación nacional", asunto que debe considerarse no más allá de una circunstancia política que al cabo de unos meses habrá de perder su vigor coyuntural. Pero como el mismo Presidente de la República lo ha aclarado, su gobierno no es uno de extremos ni de aboliciones a ultranza, a menos que se trate de los cuartorrepublicanos estigmas de la miseria, tales como la venta de la patria y la injusta distribución de la riqueza y el sentido de clases; incluso se ha permitido generosidad y consideración con los dueños de los medios de producción, llamándolos a la confección de un modelo de coexistencias, llamado que por cierto ha sido recibido con frialdad y cálculo, para no hablar de burla.

Para Venezuela nunca hay que olvidar que revolución y chavismo es oposición a pactos, por aquello del antipuntofijismo, siendo ello uno de los encantos políticos de la propuesta presidencia para las masas y uno de los causales del despertar político del pueblo. Pero desde el mismo momento en que la derecha se revigoriza y tiende a las propuestas, recogiendo aquella parte del discurso político que no abole absolutamente y que, por el contrario, considera al contrario, hay que echar un retrospectivo vistazo a la historia y tener la claridad de que si se pretende la pureza doctrinaria no se puede pactar ni dejarse infiltrar, ya de modo oficial; y tener también la claridad que si se busca la tropicalización de un ideal humano occidental, hay que sentar precedentes. Porque Venezuela hoy está en la mira de los pueblos que procuran exorcizar la injusticia social que acarrea el modelo del libre mercado y el rampante capital, a la espera de la concreción de una fórmula ejemplar.

Aquellos gritos iniciales revolucionarios del hambre europea tuvieron que conformase con acuerdos y pactos que a la postre tuvieron el efecto de colocar las cosas en su "santo lugar", como dios las había concebido, o lo más cercano posible a ese estatus. En medio de fórmulas republicanas, el pobre a su anonimato y pobreza, y el dominante a la dirigencia y privilegios. Afortunadamente, a fuer de ser viejas sociedades, vivieron su momento traumático y en el presente disfrutan de una relativa superación virtud a esfuerzos de integración que han realizado, mismo que quiere ser negado en nuestras latitudes latinoamericanas.

Pero la cosa en América Latina es demasiado seria. Ese viejo revanchismo de la derecha política cuando se instituye en poder pareciera querer recordar viejos formatos del recalcitrante modo de ser monárquico, ese mismo recetado desde el cielo. Negros meando en un baño negro, como pueblo a su miseria, y en un momento no tan lejano como el viejo oeste, pero ahí mismo en Norteamérica; colombianos matando a la otra mitad de los suyos por defender una fórmula de vida que consagra la vieja semilla imperial, modelo capitalista o individualismo enfermizo en su versión moderna; indios bolivianos caminando por una acera específica para ellos, y los blancos criollos haciendo de la suyas con riquezas inimaginables, dueños del estaño y agringados hasta más no poder.

Desde que la derecha infiltró el inicial proceso de cambios en el mundo y desde que floreció en el formato de las nuevas repúblicas, el sentido de lo providencial, de las castas, de lo exclusivo y hasta de lo azul sanguíneo, no suelta el poder sino a través de formas violentas, y si cede lo hace a través del mecanismo -también ruso- de "tierra arrasada", es decir, no soltando el Estado sino destruido, cupiéndole muy exactamente el lema "Tierra, capitalismo o muerte". Nuestra América está plagada de viejos genes monárquicos, esos mismos llamados capitalista que detentan el poder exclusivamente, como reyes, mantuanos y todo, y mandan al pueblo a sus primitivas necesidades de hambre y esclavismo.

Bolivia hoy, de tan despedazada que está porque un indio reivindica a su pueblo, es la mejor bandera de ello. Prefiere la derecha arrasar a su país antes que cederlo de forma tal que la gente, de mayoría aborigen, gane algo. Los viejos terratenientes del estaño han decretado su división en pequeños Estados países, pretendiendo formar republiquetas dentro del país, como aquí mismo en Venezuela es sueño gringo independizar el Zulia petrolero. Allá, como hasta hace poco, el indio caminaba por su acera para indios, del mismo modo como aquí nos quieren nuevamente enviar hacia el pasado.

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