Recuerdo un ensayo de Séneca donde abominaba de la actitud floja y decadente de las clases dominantes, entregada de manera ridícula a los servicios y beneficios de su condición social y fortuna, hasta el grado de comportarse de modo ofensivo a la inteligencia con sus achaques de "seres puestos allí por la providencia", para que los limpien, los cepillen, los carguen, los peinen, los perfumen y les den sus criados golpecitos en las nalgas como niñitos buenos que ya están listos para caminar. "Vaya para allá, amo; respire; contenga el aire; no se toque la nariz".
Séneca, estoico él, solía pasar de la vergüenza a la risa cuando contemplaba a aquellos senadores tapiados de criados, cuya máxima pretensión -se dirá- parecía ser que excretaran y sintieran por ellos. Soltaba la risa cuando los hombretones eran sacados del baño y preguntaban si ya podían abrir los ojos, cerrados desde que le habían aplicado el jabón. Se mofaba más cuando los oía preguntarles a sus esclavos, con los ojos cerrados, si ya estaban sentados. No podía más que catalogar aquello como un gesto de la decadencia humana, de castas en este caso, donde el espíritu suavemente se iba atrofiando en sus virtudes bizarras por causa de la vida intemperante. Y aquellos eran los senadores, responsables de los destinos de la Roma Imperial, que ya sabemos cómo terminó, derrotada por el vino y el disfrute de su propia grandeza.
Mucho tiempo después, siglo XX, H.G. Wells concibe una ficción, La máquina del tiempo, donde encontramos a los antiguos ricos, dueños del mundo, siendo criados como ganados sobre la superficie de la tierra para ser comidos por sus antiguos criados, los obreros, oscuros habitantes de las profundidades de la tierra, adonde los arrojó la condición exclusiva de sus amos, quienes se quedaron con los cielos y las estrellas. Con el tiempo los amos, de tanto ser mimados, perdieron hasta la inteligencia y los obreros, dueños de la técnica de manejar la maquinaria de la vida de sus amos, mantuvieron entrenadas sus aptitudes hasta el punto que se descubrieron con el poder en la mano de dar o quitar la vida, como en efecto hicieron con sus sempiternos explotadores.
Tales ejemplos, antiguo y moderno, apuntan a lo mismo. El hombre en abundancia o en situación de esclavizar a otros, por la costumbre y el hábito de ver el mundo servido, se da a la idea de que ello es una naturaleza, bajando la guardia, perdiendo aptitudes, derivando en la final intemperancia, situación afín con los sueltos animales silvestres, que defecan por doquier o sobre puntos específicos, con el hálito primitivo de marcar sus territorios.
Tal aureola de grandeza que lleva a perder las perspectivas de lo real con su brillo, no sólo fue una de las causas de la caída del Imperio Romano en su tiempo, atacada en sus cuatro ángulos por unos bárbaros en plenitud de condiciones físicas y mentales; fue también causa de la caída del régimen cuartorrepublicano de Venezuela, donde senadores, diputados, presidentes, ministros, empresarios, dirigentes, sindicales, se acostumbraron a dar por hecho que el pueblo venezolano sería su sempiterna palangana utilizada para todo fin. Servicios, esclavos, criados, barre calles, objeto sexual, limpia pisos, elector, etc. Tanto se acostumbraron adecos y copeyanos a que los sostuvieran y suplieran los venezolanos en todo que se olvidaron que la gente come, bebe, se viste y, especialmente, piensa, más si se está en medio de la dura tarea de la supervivencia.
Así las clases dominantes, sin darse cuenta -porque pierden las perspectivas-, repiten el natural ciclo de la vida que crece, alcanza un cenit y decae, para luego desparecer y empezar de nuevo, con renovadas ínfulas de vida nueva. Y esta "vida nueva" suele denominarse "revolución", en su causalidad y efecto; en fin, semilla que brota cuando las sociedades se dan cuenta que no pueden repetirse, sostenidamente, en sus propios esquemas.
A Venezuela llegaron los cambios. Se superó la fase de la causalidad y se vive la de los efectos todavía, donde los representantes del pasado intentan retrotraer la historia hacia su ansiada y esquemática situación de lujo y sevicia respecto de las masas. Sus representantes, aún con su sobreviviente inteligencia de considerar estúpidos y esclavos a los venezolanos, ajetrean las calles y levantan polvo para recordar que ellos son los amos todavía, amos que aman a sus esclavos, les tienen un puesto de trabajo seguro en sus mansiones, con comida y ropa incluidas, y que este "régimen" bolivariano lo que ha venido es a trastocar los hermosos valores de clase con su repugnante dictadura del proletariado. Porque es bajo la división de clases donde hay felicidad, pues unos se comen a los otros, y la educación está para ese propósito, para que tanto el comensal como el alimento se sientan orgullosos y felices con sus respectivas condiciones.
La inteligencia de tales representantes, como Antonio Ledezma, Marcel Granier, Ramos Allup, Manuel Rosales, Enrique Mendoza, Oswaldo Álvarez Paz, A.F. Ravell, Miguel Enrique Otero, Luís Ugalde, Baltasar Porras; o de grupos o corporaciones de representantes, como los Martínez en Monagas, los Celis o Salas en Carabobo, los Colmenares en Portuguesa, los Carvajal en Bolívar y los Curiel en Falcón; mantienen la añosa y anacrónica virtud de considerar al pueblo venezolano como un hecho estúpido al que se le puede engañar con cualquier cosa, con viejos discursos y técnicas de repetición cansona en los medios de comunicación. Claro, hicieron de su preponderancia clasista una naturaleza en la que creen a pie juntillas como única providencia y andan por ahí arrastrando su ridícula bandera, dando por hecho que el mundo les pertenece. Hasta la palabra "providencia" que utilizan para designar a Dios denuncia su decadente arcaísmo. Es lo que se llama el decadente camino hacia el olvido.texto ocultable
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